El peso de una heredera II.
La habitación estaba impregnada de un olor dulce; quizás lavanda o té. Las luces estaban apagadas, salvo por una lámpara pequeña junto a la cuna.
Isabel cantaba melodiosa, pero con la voz ronca por el sueño, meciendo a Anya entre sus brazos.
La niña, ya con tres años, tarareaba la melodía con los ojos medio cerrados, como si quisiera seguir despierta solo por ella.
“Duerme, mi sol, cuando despiertes aquí estaré, todo estará bien, mamá te cuidará, cierra tus ojos, ve a soñar, que mamá, siempre estará y nunca te va a dejar”
Por un instante, sintió que el mundo era solo ese cuarto. Égor se sentía sin importancia y el apellido Castelli aún más.
Había sido así desde que Anya, su hija, había nacido, pero esa tarde había recibido la llamada de su padre.
—Ya es seguro. Puedes volver. Las amenazas han sido neutralizadas.
Volver a Inglaterra. A su casa. A su idioma. A su mundo.
Había llorado en silencio mientras doblaba la ropa de Anya, planificando una vida nueva con su hija en brazos y el res