Freya preparó los accesorios que usaría con una dedicación casi ceremonial. En el Oeste se sabía que la Reina poseía una belleza sublime.
«Dudo que sea más perfecta que yo», se había dicho con un deje de amargura.
Eligió varios vestidos de colores claros, de telas suaves, que resaltaban su figura y su piel cuidada. Dejó el cabello suelto, apenas adornado con pequeñas trenzas que caían sobre sus hombros. Quería verse dócil. Hermosa. Digna de que el alfa presumiera su belleza, su afecto. El viaje sería largo y, en ese lapso, iba a aprovechar para estar con él, para enloquecerlo con su olor y sus escotes nada discretos.
Se observó en el espejo con satisfacción. «Preciosa» era una palabra que le quedaba muy corta.
Imaginó el banquete. Las mesas largas, la carne, el vino oscuro. Imaginó las miradas sobre ella. Al alfa Lucian a su lado. Pensó en la patética y horrible Leah, ausente, reducida a un recuerdo incómodo, a una sombra inútil encerrada en su habitación. De seguro la tristeza de re