Los días siguientes, Ezra dejó de ser Ezra.

Ni su madre lo reconoció. La ternura se extinguió. La paciencia desapareció. Contestaba con frialdad, con rabia callada, con un vacío nuevo en la mirada que antes nunca existió.

Su madre intentó abrazarlo, preguntarle qué le ocurría, hablarle como cuando era niño.

Él se apartó, dando un paso seco hacia atrás, sin siquiera mirarla.

Sin un rastro de culpa.

No volvió al área de sanación.

No tocó una sola hierba.

No revisó frascos ni curó heridas.

Una mañana, se plantó frente a su padre con los brazos cruzados, la mandíbula apretada, el rostro endurecido por algo que parecía decisión.

—Me iré pronto.

Su madre, de pie en el marco de la puerta, se cubrió el rostro con ambas manos y rompió en llanto.

Ezra no volteó.

Ni un parpadeo.

Solo bajó los brazos y se alejó por el pasillo con pasos firmes.

...

Dos semanas después, ya tenía una idea más clara de a dónde ir.

Fue a contarle a Seren y lo encontró sentado en una roca, afilaba una hoja con