Pasaron los días. Lentamente. Como si el tiempo se estirara solo para burlarse de él.
Ezra caminó, respiró, durmió… pero todo le pareció hueco. Nadie le dijo nada, pero lo percibió: estaba fuera de lugar. Los jóvenes del Este comenzaron a tratarlo mejor, aunque no por respeto genuino. Lo hicieron por los rumores. Pensaban que había tenido amoríos con una loba mayor del Oeste. Eso bastó para convertirlo, ante ellos, en alguien “digno”.
No supieron nada.
No entendieron nada.
Y él no sintió ganas de corregirlos.
El consejero Cassian evitó cruzar palabra con él. Cada vez que lo vio, desvió la mirada o le lanzó esa expresión seca de desaprobación. Ezra lo notó. Le caló como una ráfaga en el pecho.
No lo odió… pero era doloroso.
Todo dolió.
Como si no perteneciera a ningún lugar.
Como si su casa ya no le perteneciera.
Una mañana, decidió no ir al área de sanadores.
Se quedó en su habitación, sin moverse.
No tocó las hierbas.
No puso la túnica.
No obedeció.
Su padre apareció al mediodía. No