Vidal llegó a su casa, se aflojó la corbata y suspiró, pero el silencio se rompió de pronto con el timbre insistente de la puerta.
Entonces, fue hasta la entrada y abrió. Para su sorpresa, en el umbral estaba Alaska.
—Hola, mi amor —saludó ella, depositando un beso en sus labios y entrando sin esperar invitación.
—¿Qué haces aquí, Alaska? Acabo de llegar de la empresa y estoy cansado —exhaló con pesadez—. Dime, ¿ya averiguaste quién es el esposo de Ámbar?
El rostro de Alaska se transformó al instante. La sonrisa se le borró, sustituida por una mueca de fastidio.
—Cuando fui a la casa de mis padres, la encontré allí —dijo de mala gana—. Pero de repente se marchó. Se mudó con su marido.
—¿Y quién es ese hombre?
—No lo sé —respondió ella con irritación.
—¿Al menos sabes en dónde vive ahora?
—No, no sé nada —admitió con molestia.
Vidal chasqueó la lengua, visiblemente irritado.
—¿Es en serio? ¿No has podido conseguir nada? ¿Entonces a qué viniste?
—Vidal, ¿estás completamente seguro de