Cuando el auto se detuvo frente a la mansión, Elías fue el primero en ponerse en movimiento y ayudó a Raymond a descender del vehículo con sumo cuidado. El hombre todavía no podía caminar, pues sus músculos seguían rígidos e incapaces de sostenerlo. Por eso, Elías lo acomodó en una silla de ruedas que lo aguardaba, preparada para trasladarlo hasta el interior.
Ámbar, instintivamente, se inclinó para tomar algunas maletas, dispuesta a descargarlas por sí misma, pero Elías levantó una mano y, con un simple gesto, llamó a varios empleados de la casa. En cuestión de segundos, tres hombres se acercaron para hacerse cargo de todo el equipaje, tanto de Raymond como de ella. Era evidente que ese lugar funcionaba como un engranaje perfecto, donde cada persona cumplía una función específica.
Aun así, Ámbar insistió en entrar cargando un par de maletas, como si necesitara marcar su propia presencia en medio de tantos desconocidos. Caminó detrás de ellos, mientras el resto de pertenencias iban si