La Gran Plaza resplandece bajo el sol del mediodía cuando Carmela desciende de un pabellón de seda, una visión magnífica que hace callar hasta al peor de los cínicos.
Su vestido, de encaje, perlas y lentejuelas, se ciñe a su cuerpo antes de convertirse en una cola que flota como niebla tras ella. Un velo adornado con diamantes resplandece sobre su rostro, e hilos de oro brillan en su cabello.
Arcos envueltos en seda blanca y rosas se elevan sobre el altar nupcial, donde docenas de flores, carmesí, marfil y oro, se derraman y ondean como una marea perfumada, a juego con el aura de Carmela. Por fin ha llegado el acontecimiento que ha hecho que todo el reino mueva la lengua durante meses.
Los ánimos y aplausos de la multitud estallan mientras ella se pasea con la gracia de una reina por el escenario elevado. Mientras baja los escalones, los murmullos la persiguen, algunos la llaman divina, la reina elegida.
"Mírala", reflexiona Leila en voz lo suficientemente alta como para que Tatum