Sofía
La noche ya se ha deslizado sobre la ciudad cuando salimos de la torre. El aire lleva una frescura húmeda, casi metálica, que borra la fatiga del día. En el coche, mantengo la frente contra la ventana, fascinada por el resplandor de las farolas que pasan como flujos de oro. Siento que he cruzado una frontera invisible: esta mañana era espectadora; esta noche, soy parte de un territorio que lleva su nombre.
Elio conduce en silencio, una mano firme en el volante, la otra posada despreocupadamente sobre mi muslo. Su calor atraviesa el tejido de mi falda y ancla cada latido de mi corazón. Sin música. Solo el suave rugido del motor, como una respiración contenida.
La casa nos recibe en un murmullo de mármol y madera cálida. Las grandes ventanas dejan entrar la pálida luz de la luna, dibujando sobre el suelo destellos plateados. Dejo mi bolso en la entrada, de repente golpeada por la calma: no hay más miradas, no hay más números, solo nosotros.
Elio me roza el brazo.
— Has aguantado t