ELIO
La ciudad desfila bajo los faros como una bestia eviscerada, un tablero de venas negras y cicatrices luminosas que pulsan al ritmo de un corazón enfermo; cada cruce es una trampa, cada semáforo una emboscada, y aprieto el volante con tanta fuerza que mis nudillos se blanquean, aún siento la quemadura del mensaje en la palma, esa vibración fantasma que no me deja, como si la traición hubiera hecho hogar en mi mano.
La lluvia se espesa, se aplasta en rayas líquidas contra el parabrisas, difumina los neones en corrientes incandescentes, transforma el asfalto en una piel de plata donde cada reflejo parece una hoja lista para abrirse. El aire está saturado de cuero, de sudor, de pólvora seca, un olor pesado que se adhiere a mi garganta, recuerdo de las noches pasadas fumando cadáveres y ahogando arrepentimientos en el mar.
El motor ruge bajo, carnívoro, como si él también reclamara sangre.
El hangar me espera al final del muelle, masa monstruosa, carcasa de metal carcomida por el óxid