ELIO
Salgo de casa al amanecer. La luz que filtra a través de las cortinas dibuja líneas pálidas sobre el parquet, como si el día mismo dudara en imponerse. El silencio en la habitación me sigue, pesado y tenaz. Sofía todavía duerme, o quizás está despierta pero inmóvil, congelada en ese momento suspendido que hemos dejado extenderse entre nosotros. Su ausencia pesa sobre mí más de lo que quiero admitir. Siento esa presencia fantasmagórica, como una cadena invisible alrededor de mi corazón, en cada paso que doy hacia el coche.
La carretera está desierta, las calles casi mudas. El motor ronronea bajo mis manos crispadas sobre el volante. Debería sentirme liberado, liberado de este peso doméstico, pero nunca lo estoy realmente. Cada trayecto hacia el trabajo es un recordatorio brutal: soy un hombre atrapado entre dos mundos, aquel que controlo con precisión y aquel que temo perder en cada instante.
Al llegar a la empresa, el mundo cambia. Las puertas automáticas se abren y, ya, las mira