ELIO
El ruido de las palas desgarran el silencio como una amenaza suave, casi ceremonial, un zumbido sagrado que poco a poco borra el resto del mundo.
Podría decir que es por el espectáculo, por la adrenalina, por el control. Pero eso sería mentir.
No es una demostración.
Es un grito.
Un grito que no sé formular de otra manera que en altitud.
Ella está ahí, sentada justo detrás de mí, atada, con los brazos cruzados y esa tensión rabiosa en todo el cuerpo, como si el más mínimo gesto que hiciera pudiera romperla o encenderla.
No dice nada. No me mira.
Está en guerra.
Y, sin embargo, ha subido.
Podría haber rechazado. Podría haberme cerrado la puerta en la cara, gritar.
Pero me ha seguido.
Incluso enojada. Incluso herida. Aun cuando su silencio me devora más seguramente que sus palabras.
Yo tampoco digo nada. No de inmediato.
Con el casco puesto, mis manos firmes en los controles, dejo que el motor hable por mí.
Solo allí, entre el cielo y el vacío, puedo pensar con claridad.
Y incluso