SOFÍA
El regreso se hace en un silencio que me hiere.
Está ahí, a nuestro alrededor, demasiado denso, demasiado lleno, como si cada palabra que dejaste atrás hubiera dejado una estela de cenizas, de recuerdos distorsionados, de decisiones que no tomamos.
Él no habla.
Yo no hablo.
Pero todo, en el aire, grita lo que nos negamos a admitir.
El helicóptero aterriza con una fluidez casi irreal en la azotea de un hotel que no conozco, demasiado alto, demasiado brillante, demasiado rico, como todo lo que toca, como todo lo que controla, y siento inmediatamente la trampa, la comodidad temible de un lujo que camufla el encierro.
No me preguntan nada.
Ni nombre, ni documento de identidad.
Soy invisible, mientras esté con él.
O tal vez... soy demasiado visible.
La mujer que lo sigue, muda, fulgurante de tensión, con la mirada oscura clavada en la espalda de ese hombre a quien todos se apresuran a complacer.
Subimos en un ascensor silencioso, sin música.
Un ascensor que huele a cuero, a limpio, a