Sofía
Cuando regresamos a la sala, el silencio es una campana de vidrio.
Espeso, extraño, casi irreal.
Las conversaciones, ahogadas, han cesado. Solo persisten las aclaraciones de garganta incómodas, las respiraciones nerviosas, los arrugamientos de tejidos preciosos sobre asientos demasiado rígidos.
Nos miran como si estuvieran viendo a dos fantasmas.
O a dos criminales, yo sobre todo.
El sacerdote nos espera, inmóvil frente al altar. Su rostro es pálido, tenso, pero sus gestos permanecen precisos. Intenta recuperar el hilo de una ceremonia que se le ha escapado. Endereza la voz como se endereza un cuerpo roto.
— Vamos a… retomar, si ustedes lo permiten, dice, con calma, sin mirar a nadie.
Detrás de nosotros, la sala vibra con murmullos mal contenidos.
— La forzaron.
— Ella cedió.
— Qué escándalo…
— Ella se vengará, seguro.
— Él la ganó como un trofeo.
— O la robó como una joya.
Mi espalda está recta.
No titubeo.
Pero mi sangre golpea en mis venas como tambores sordos.
Me manteng