Sofía
No he cerrado el ojo.
No realmente.
He permanecido acostada, con los ojos bien abiertos, mirando ese techo que me aplasta un poco más con cada respiración.
Cada crujido de la madera. Cada suspiro del silencio. Cada latido de mi corazón me traía de vuelta a él. A lo que había dicho. A lo que no había dicho.
Se quedó frente a mi puerta.
Lo sentí.
Su sombra.
Su calor.
Sobre todo su silencio.
Pero no tocó.
Y yo, no me moví.
Me mordí los labios hasta sangrar, para no ceder. Para no levantarme y abrir esa maldita puerta, con los brazos extendidos hacia él, como una tonta.
Él debe hacer el esfuerzo.
No yo.
Lo he hecho mil veces, el esfuerzo. He cosechado, he tendido la mano, he perdonado silencios, he tragado ausencias.
Pero no basta con que se quede detrás de una puerta. Tiene que entrar. Que hable. Que se atreva.
Y, sin embargo… está ese dolor. Ese vacío en el pecho, esa sensación de que algo se ha agrietado dentro de mí cuando lo vi quedarse allí, sin decir una palabra. Solo… allí.