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Capítulo 14 — Lo que se quiebra en silencio

Elio

Ella se ha ido.

No enfadada.

No llorando.

No rota como las demás.

Solo… erguida. Presente. Viva.

Y quizás eso es lo que más me mata.

Sigo aquí, solo en esta sala demasiado amplia, demasiado fría, sintiendo la mordedura de su ausencia imprimirse en mi piel.

Su perfume aún está aquí, suspendido en el aire, en mi ropa, en mis nervios a flor de piel.

Su voz también resuena.

Sus palabras. Cortantes. Injustas. Verdaderas.

Quieres controlarlo todo.

Quieres que te acerquen, pero a la distancia que tú fijas.

Quieres una cómplice, una amante, una marioneta. No una igual.

Aprieto los dientes.

Podría romper algo.

La mesa de café, la lámpara, un vaso vacío, mi mano.

Pero me quedo inmóvil. Congelado como un niño al que le acaban de quitar su juguete favorito.

Salvo que no es un juguete.

Es ella.

Y no me pertenece.

Me dejo caer en el sofá.

Mi cabeza se inclina hacia atrás.

Cierro los ojos.

Y durante un segundo, un pequeño segundo, me pregunto qué pasaría…

Si bajo las armas.

Si digo todo. Realmente todo.

No solo las migajas que dejo escapar cuando estoy al límite.

Pero, ¿qué sería, entonces?

¿El final de lo que he construido?

¿O el comienzo de algo más?

¿Algo que no sabría controlar?

Vuelvo a abrir los ojos.

No.

No es tan simple.

Con ella, nada lo es.

Me levanto.

Subo las escaleras, pero paso por delante de mi habitación sin detenerme.

Mis pasos me llevan a otro lugar.

Hacia la habitación cerrada al fondo del pasillo. Aquella a donde nadie va.

Incluso los sirvientes le tienen miedo.

Dicen que nunca soy tan peligroso como cuando salgo de allí.

Abro la puerta.

El olor a madera antigua, cuero y recuerdos me golpea en el pecho.

La luz es tenue.

No hay un rayo de polvo, sin embargo, nada ha cambiado en años.

El escritorio de mi padre.

O lo que queda de él.

Me siento en su viejo sillón, el cuero cruje bajo mí.

Y me quedo allí.

Contemplando el vacío.

El silencio.

Y esa foto, en la estantería, que nunca he podido tirar.

Yo, niño.

Con mi madre.

Y él.

Tres sonrisas congeladas en un papel brillante.

Tres fantasmas.

Recuerdo esa noche.

La sangre.

Los gritos.

La lluvia golpeando contra los cristales mientras corría, descalzo, por el pasillo.

Y ese silencio después.

Nunca más roto.

Recuerdo la mano helada de mi madre.

Sus ojos abiertos, vacíos.

El olor metálico.

El calor que poco a poco abandonaba su cuerpo.

Y mi padre, ya se había ido.

O muerto también. De otra manera.

He crecido en ese vacío.

Con tutores, armas, reglas.

Me enseñaron a matar antes de que supiera amar.

Me formaron para dirigir, castigar, sobrevivir.

No para confiar.

Mucho menos para amar.

Entonces, ¿por qué ahora?

¿Por qué ella?

La veo de nuevo, esta noche, erguida frente a mí como una evidencia.

No sumisa.

No temblando.

No como las demás.

Me miraba como nadie lo ha hecho jamás.

Sin miedo.

Sin hipocresía.

Con esa maldita mezcla de dulzura y rebeldía que no sé manejar.

No quiere salvarme.

Quiere entenderme.

Y eso es peor.

Porque si entiende…

Verá.

Todo.

Y si ve, se irá.

Eso es lo que me digo.

Pero en el fondo… en el fondo, otra voz susurra:

¿Y si se queda?

Me levanto, lentamente.

Vuelvo a abrir el cajón del escritorio.

Saco un cuaderno con la cubierta desgastada.

Mi escritura. Antigua. Torpe.

Los primeros años.

Mis pensamientos de adolescente encerrado en una jaula dorada.

Lo que nunca le he dicho a nadie.

Leo una frase al azar.

Sobreviviré. Pero ya no viviré.

Cierro el cuaderno.

Sofía, ella, vive.

Y me da ganas de vivir también.

Pero eso, no sé hacerlo.

No aún.

Regreso al pasillo.

Lentamente.

Paso frente a su puerta.

Sé que no está durmiendo.

Me escucha.

Siente que estoy aquí.

Así como yo la siento a ella.

Podría golpear.

Entrar.

Decirle que he cambiado de opinión.

Que estoy listo para hablar.

Para ceder.

Para caer.

Pero no lo hago.

Porque si voy hacia ella ahora, sería una huida.

Y no quiero huir.

Quiero merecer el derecho de quedarme.

Regreso a mi habitación.

Y esta noche, no duermo.

Pienso.

Cavilando.

Lucho contra mis viejos demonios.

Y al amanecer, una sola idea permanece, tenaz, pegada a mi piel como una quemadura:

La voy a perder si no me muevo.

Si no rompo lo que he construido.

Y por primera vez en años,

tengo miedo.

No de un enemigo.

No de la muerte.

Ni siquiera de mí.

Sino de ella.

De lo que podría cambiar en mí.

De lo que podría despertar.

De lo que podría amar… y destruir.

Porque siento que lo que ella toca no sana.

Me sacude, me parte, me obliga a ver lo que he enterrado.

Y, sin embargo, estoy listo.

No para amarla.

No aún.

Sino para dejarme desafiar.

A mi turno.

Y esta vez,

no huiré.

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