Sofía
Me quedé acurrucada contra él.
No mucho tiempo.
Solo lo suficiente para sentir su aliento ralentizarse contra mi cabello.
Solo lo suficiente para escuchar, en el silencio, el latido limpio de su corazón contra mi sien.Solo lo suficiente para que pensara que me había tenido.
Entonces retrocedí.
Lentamente.
Deliberadamente. Sin brusquedad, pero con una precisión quirúrgica. Cada milímetro ganado sobre su piel era un territorio recuperado. Una frontera que redibujaba.Sus manos permanecieron allí, suspendidas en mis caderas como dos garras abiertas.
No del todo listas para soltar. No del todo capaces de retener.Como si no entendiera.
Como si nadie jamás se hubiera despegado de él después del calor. Como si, en su mundo, una vez encendido el fuego, consumiera todo.Me levanté.
Ajusté mi vestido, un gesto inútil pero necesario. Reajusté mi aliento, mi columna vertebral, mi mirada.Y retrocedí aún más.
No una fuga.
Una afirmación.Lo miré.
Directo a los ojos. Y hablé.— ¿Crees que puedes resolverlo todo con eso? dije.
Mi voz era calma. No cortante. Pero cada palabra sonaba como un golpe seco sobre vidrio.
Él no responde.
Me mira.
Sus ojos son oscuros. Ardientes. El deseo ya no es cuestión de pasión, se ha convertido en una tensión contenida, un huracán atrapado en una jaula demasiado estrecha.Pero en el fondo de esa mirada, hay otra cosa.
Una duda.
Un desmoronamiento. Como si algo demasiado bien cerrado comenzara a tomar agua.— No es tu cuerpo lo que me atrae, Elio, murmuré.
— ¿Entonces qué es?
Su voz es grave.
Más que de costumbre. Un poco áspera. Se le atora en la garganta como si decir esas palabras le costara.Como si se estuviera preparando para recibir un golpe.
No una respuesta.— Es lo que escondes.
Él no se mueve.
Pero el aire se densifica entre nosotros.— ¿Crees que puedes repararlo? pregunta, su mirada evitando la mía por un segundo.
— Creo que ni siquiera tienes idea de lo que aún está en pie dentro de ti.
Él se levanta.
Un movimiento fluido. Demasiado fluido.
Un movimiento de hombre acostumbrado a mantener el control de todo. Pero lo veo, esta vez. Lo veo porque miro de otra manera.Hay una falla en sus gestos.
Una tensión en sus hombros. Algo que solo se sostiene porque se niega a colapsar.Da un paso hacia mí.
Luego otro.Se detiene a unos centímetros.
Lo suficientemente cerca para sentir el calor de su torso, la presencia física de su autoridad. Pero no lo suficiente como para tocarme.— No estás lista para ver lo que hay debajo, Sofía.
— No te corresponde a ti juzgar.
Frunce el ceño.
Se forma un pliegue entre sus ojos. No hay ira. No aún. Más bien una resistencia. Una línea de defensa.— Crees que no soy más que un hombre herido. Que detrás del acero, queda algo por salvar.
— ¿Quieres que crea lo contrario?
— Quiero que te vayas mientras aún hay tiempo.
Se instala un silencio.
Un silencio que zumbra, cargado de lo que no se atreve a decir.Lo fijo.
Y siento algo elevarse en mí.No deseo.
No esta vez.Es otra cosa.
Un calor más antiguo. Más vasto.Es la ira.
La mía. La que él provoca al hablar por mí. Al decidir mis límites.— Quieres controlarlo todo. Incluso la forma en que debería huir de ti.
Aprieta la mandíbula.
Pero no dice nada.Entonces continúo.
Porque es el momento. Porque si no lo escucha ahora, nunca lo escuchará.— Quieres que te amen, pero solo como tú lo has decidido. Quieres que te acerquen, pero nunca hasta que duela. Quieres una mujer lo suficientemente fuerte como para complacerte, pero lo suficientemente dócil como para no cruzar la línea. Quieres una amante, una cómplice… una silueta a tu medida. Pero no una igual.
Y ahí, lo veo.
El movimiento ínfimo de retroceso.
Como un eco silencioso en su mirada. He dado en el blanco. He tocado la cuerda más tensa.Desvía la mirada.
Como si buscara una salida, incluso imaginaria.— Tienes razón, susurra.
Me quedo inmóvil.
Esperaba ira.
Una explosión. Una negación.Pero no hay nada de eso.
Solo esa fatiga en su voz.
Esa fatiga que se asemeja casi a una rendición.Pasa una mano por su cabello. Suspira.
— No eres como ellas.
— No intento serlo.
Me mira.
Más tiempo esta vez. Como si realmente me viera. O al menos intentara.— Cuando era niño, lo perdí todo en una noche.
Se interrumpe.
El silencio es pesado.— ¿Sabes lo que es, Sofía, despertarte en una casa vacía? ¿Esperar un ruido, un regreso, y comprender que nada volverá jamás? ¿Sabes lo que es caminar durante años con ese agujero en el vientre, sin siquiera recordar tu nombre porque sobrevivir exige olvidar quién eras?
Asiento.
No digo que lo entiendo todo. Pero comprendo lo esencial.— Por eso construyes prisiones. Incluso doradas.
Él asiente en respuesta.
Una sonrisa torcida en los labios.— Por eso odio a las personas que me miran con lástima.
Me acerco.
Dos pasos. No más.Pero no lo toco.
Quiero que sienta mi presencia sin invadirlo.— No es lástima, Elio. Es respeto.
Él me fija la mirada.
— ¿Me respetas? ¿Después de lo que te hice?
Sostengo su mirada.
Inmóvil. Estable.— No me has violado. No me has golpeado. Me has encerrado en una promesa retorcida, sí. Pero me quedé. No por debilidad. Por elección. Porque veo lo que escondes. Y lo que escondes merece ser visto.
Su aliento se quiebra un poco.
Parpadea. Una vez. Dos.Entonces sus puños se crispan.
Siento que se tambalea dentro de él.— Estás empezando a enamorarte, murmura.
— No.
Lo digo fríamente.
Con una calma implacable.— Estoy desafiándote.
Él no se mueve.
Ni un suspiro. Ni una palabra.Y es ahí, en ese silencio brutal, que comprendo:
No soy yo la que está atrapada aquí. Es él.Atrapado en sus reglas.
Sus muros. Su pasado.Me doy la vuelta.
Hago unos pasos. Subo hacia mi habitación.Pero me detengo a medio camino.
— Buenas noches, Elio.
— Sofía.
Me giro.
Su mirada ya no tiene nada de dura.
Está… diferente.
Perturbado. Herido. Reconocido.— Quédate, esta noche.
— ¿Me lo ordenas?
Él baja ligeramente la cabeza.
— Te lo pido.
Lo observo.
Largo rato.Luego sonrío.
Una sonrisa suave, misteriosa. Una sonrisa de mujer libre.— Entonces gana el derecho a que diga que sí.
Y subo.
Cada escalón es una declaración.
Cada paso, una frontera que no cruzará… aún no.En la sala, él queda solo.
Las manos vacías. El corazón latiendo.Y ese fuego, siempre allí.
Bajo su piel. Bajo sus leyes. Bajo todo lo que creía sostener en pie.