He estado mucho tiempo allí, en esa habitación bajo el mármol.
No he robado nada. No he leído nada.
Pero he mirado. Todo. Los cuadros, los cuadernos, los destellos de recuerdos que intenta silenciar.Lo que muestra al mundo es una coraza.
Lo que oculta… es una quemadura.Percibí una soledad tan densa que aún se imprime bajo mi piel.
Una rabia contenida. Una tristeza más antigua que él.Cuando subí, el sol ya estaba alto.
El silencio de la casa se había poblado de murmullos, de pasos, de golpes apagados. La respiración de una bestia dormida detrás de las paredes.Pero no me crucé con nadie.
Y lo esperé.
De nuevo.
No sé por qué.
No soy prisionera. No realmente. No me ha prometido nada. No me ha ofrecido nada. Podría haber desaparecido, y yo habría permanecido allí, aún.Intentando entender qué es lo que, en él, me impide marchar.
No regresó hasta el anochecer.
Sin guarda. Sin ruido. Sin protecciones.Estaba en la sala.
La misma donde acepté su chantaje.Entró, se detuvo en seco al verme allí, con las piernas cruzadas en el sofá, un libro en la mano.
Me observó.
Mucho tiempo.Sus ojos primero recorrieron la habitación, como si buscara una falla, una prueba de que había indagado demasiado.
Luego realmente me miró.Y en esa mirada, no había ni ira, ni precaución.
Solo una fatiga. Una quemadura reprimida.— Creí que te habrías ido, dijo finalmente.
— Me dijiste que era útil. ¿No has cambiado de opinión?
Un silencio. Denso.
Se acerca, se quita la chaqueta, desabrocha la parte superior de su camisa.
Sus gestos son precisos, casi cansados. Sus dedos apenas tiemblan. Pero lo veo.Veo lo que no le muestra a nadie.
Siento la tensión en sus hombros.
La fatiga bajo su piel. La mordida del control en sus nudillos.Pero no me quita los ojos de encima.
— Juegas con fuego, Sofía, dice suavemente.
Su voz es áspera.
Rasgada por algo que no quiere nombrar.— No es la primera vez.
— Pero ese fuego… lo devora todo. Incluso lo que ama.
Cierro el libro. Lo coloco lentamente sobre la mesa.
Pero no me muevo. No hacia él.— Entonces no te acerques, si temes lo que podrías perder.
Parpadea.
Como si no se esperara eso.Como si mi rechazo contuviera más poder que mis confesiones.
— ¿No me quieres?
— Aún no sé lo que quiero.
Pero sé lo que valgo. Y no voy a quemarme solo para ver si cumples tu palabra.Su mirada se oscurece.
No hay ira. Pero de esa intensidad que da miedo porque no tiene salida.Se inclina a pesar de todo.
Sus dedos se elevan hacia mi mejilla. No me muevo. Pero no lo ayudo.Se detiene a medio camino.
— Te prometí no tocarte sin tu consentimiento.
— Y si retirara esa regla, ¿realmente crees que no me prendería fuego contigo?
Frunce el ceño.
No hay arrogancia en su silencio. Solo una nueva incomodidad.— No es el fuego lo que temo, murmura.
Es lo que podría hacer con él.Me mantengo erguida, impasible.
Pero mis dedos se crispan sobre mis rodillas.— ¿Crees que te destruiría, Elio?
— Estoy seguro de que podría.
Sonrío. Tristemente.
— Entonces, por una vez, sé el hombre que elige no dañar lo que quiere.
No se lo esperaba.
No este tipo de respuesta. Lo veo en la forma en que sus hombros se hunden, una fracción de segundo.Su frente se inclina. Casi contra la mía.
Su aliento roza mi boca. Pero no me besa.Y esta vez, soy yo quien posa una mano sobre su pecho.
No para invitarlo. Para retenerlo.— No esta noche, digo.
Cierra los ojos.
Un suspiro silencioso.Entiende.
No me empuja.
Pero ya no busca cruzar el límite.Sus manos se pliegan. Su cuerpo retrocede. Un poco.
Pero no su mirada.— No eres como las demás, murmura.
— ¿Se lo dices a todas las que no tocas?
Ríe. Una risa verdadera. Grave. Un poco rota.
Y eso, se lo ofrezco.Una sonrisa. Ligera.
— Me gustas, Sofía.
— Lo sé.
Asiente.
Se levanta.Y antes de salir de la habitación, añade, casi para sí mismo:
— Quizás ese fuego… valga la pena quemar lentamente.
Lo miro alejarse.
Y esta vez, soy yo quien se queda paralizada. Porque tengo miedo. No de él. No de lo que podría hacerme. Sino de lo que podría despertar.Y por primera vez…
quiero que se tome su tiempo.