La música seguía; la orquesta había cambiado a un ritmo más animado y la sala vibraba entre risas contenidas y conversaciones afiladas. Las mesas bullían de dedos que pasaban notas, copas que tintineaban y miradas que calculaban. Todo era una coreografía perfecta de poder. En el centro, Serena y Dante bailaban con la calma de quienes ya no tienen nada que perder: él la sostenía con firmeza, ella se apoyaba con la seguridad de quien conoce el terreno.
Fue entonces cuando Salvatore se acercó, con esa sonrisa estrecha que siempre traía las malas intenciones detrás. Iba acompañado por dos sombras de su confianza, pero su voz quedó audible al borde de la pista.
—Dante —dijo, voz baja, cortante—, si puedes bailar con mi sangre, ¿sería posible que me concedieras este baile? ¿o acaso la boda te ha vuelto ciego?
Dante alzó la barbilla, la música parecía detenerse por una fracción. Su mirada, gélida, se cruzó con la de Salvatore como si fuera una cuchilla que esperaba una excusa para abrirse.
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