El amanecer caía pesado sobre la fortaleza, como si incluso el sol se negara a salir del todo. Las luces de seguridad seguían encendidas, bañando los muros con reflejos rojos y dorados. Habían pasado tres días desde la operación, y aún el eco de los helicópteros retumbaba en las paredes de piedra. Dentro, el aire olía a desinfectante, café y metal.
Serena dormía en la habitación principal, su respiración lenta, su piel pálida contra las sábanas. Dante no se había separado de ella desde aquella noche. La había visto desvanecerse en sus brazos, la había llevado al hospital blindado bajo la fortaleza, había escuchado el diagnóstico que lo heló por dentro: estrés extremo, amenaza de pérdida y embarazo confirmado.
Desde entonces, cada hora, cada segundo, había sido una batalla entre el miedo y la esperanza.
Mikhail entró sin hacer ruido, con la mirada seria y un expediente en la mano. Dante levantó la cabeza, su semblante cansado.
—¿Alguna novedad? —preguntó con voz ronca.
Mikhail dejó el