La primera luz del amanecer se filtraba entre las gruesas cortinas de terciopelo rojo, tiñendo la habitación con un resplandor dorado. Afuera, los jardines de la fortaleza todavía estaban en calma; ni los guardias se atrevían a romper el silencio sagrado de la mañana siguiente a la boda.
Dante despertó primero. Acostado de lado, observó en silencio el rostro de Serena, quien dormía con la cabeza apoyada en su pecho. Su cabello rojo se esparcía como un río ardiente sobre las sábanas blancas, y sus labios entreabiertos respiraban suavemente, dejando escapar un aire cálido que rozaba la piel de él. Por un instante, Dante no pensó en alianzas, ni en enemigos, ni en guerras. Solo la contempló, grabando en su memoria aquella imagen de paz que pocas veces en su vida había conocido.
Deslizó una mano con cuidado sobre su cabello, apartando un mechón rebelde de su frente.
—Mi pequeña tormenta… —murmuró, casi sin darse cuenta.
Serena, aunque aún medio dormida, sonrió apenas, como si lo hubiera e