El banquete había llegado a su clímax. Las copas se alzaban, las últimas risas resonaban bajo los candelabros, y la música, antes vibrante, descendía a un murmullo de cuerdas suaves que acariciaba el aire. Los invitados, exhaustos tras horas de conspiraciones disfrazadas de conversaciones, comenzaban a levantarse de sus asientos. La fortaleza, que durante todo el día había vibrado con un bullicio incansable, ahora exhalaba un suspiro de calma.
Los sirvientes retiraban platos dorados, copas de cristal y restos de un festín que había demostrado poder y riqueza. Afuera, la luna se alzaba como testigo mudo, iluminando con su luz plateada las murallas y los jardines donde aún quedaban flores rojas, símbolo de La Roja, colgando en guirnaldas.
Dante observaba a todos desde la mesa principal, con el rostro descubierto, mostrando sin miedo quién era. A su lado, Serena, todavía cubierta por el velo, mantenía la serenidad de alguien que había cruzado la tormenta y sobrevivido. Sus ojos verdes br