La noche había caído sobre Roma y las luces de la mansión de Isabella iluminaban su figura en el gran ventanal. Llevaba un vestido negro ajustado, con un escote profundo, pero en su rostro no había sensualidad sino furia contenida. La copa de vino en su mano temblaba apenas, tanto que terminó arrojándola contra la pared, viendo cómo el cristal se hacía pedazos y el líquido rojo manchaba las cortinas.
—¡Maldito seas, Salvatore! —escupió, con los ojos ardiendo—. Me prometiste que sería tu reina.
Desde hacía meses esperaba la boda, esperaba ese momento en el que su nombre estaría ligado para siempre al de uno de los hombres más poderosos de Italia. Pero la promesa de Salvatore había quedado suspendida en el aire. Él no respondía a sus llamadas, no daba la cara. Y lo peor era que seguía obsesionado con su guerra contra Dante, como si nada más importara.
Isabella caminó de un lado a otro, presa de una desesperación que se mezclaba con humillación. Sus uñas arañaban la mesa de mármol mientr