El búnker se llenó de un silencio denso, casi opresivo. El eco lejano del generador retumbaba como un latido constante, recordándoles que allí abajo, en ese refugio oculto, no existía el mundo exterior. Los tres hombres se acomodaron en las sillas metálicas, cada uno con la vista fija en Serena. Querían respuestas. Y ella, por primera vez desde que la conocieron, parecía dispuesta a dárselas.
Serena no se encogió ante sus miradas; su postura seguía erguida, los hombros firmes y la barbilla ligeramente alzada. Cuando habló, su voz fue un susurro bajo, pero tan afilado como una hoja.
—Mi padre era el heredero legítimo de la ’Ndrangheta. —Su mirada se perdió por un instante en un punto invisible, como si buscara un recuerdo—. Un hombre de negocios, pero también un hombre de secretos. Era un líder nato, respetado por todos, incluso por las otras organizaciones.
Dante inclinó apenas la cabeza. Recordaba la reputación de la ’Ndrangheta: poderosos, disciplinados, y con un código propio. Nunc