El murmullo dentro de la iglesia se apagó como si un viento invisible hubiese recorrido los pasillos. Las velas titilaron, la música se detuvo un instante y todos los presentes giraron sus cabezas hacia el gran portón principal.
Las campanas repicaron tres veces, marcando el inicio de la ceremonia.
Las puertas se abrieron con solemnidad.
Primero apareció Dante. Su porte era impecable, el traje negro de corte perfecto resaltaba la dureza de su figura. Llevaba el rostro descubierto, sin máscara, sin esconderse. La cicatriz en su ceja brillaba bajo la luz de los candelabros, y su mirada desafiante se paseaba por cada rincón como un juramento silencioso: no me oculto, estoy vivo.
A su lado, Serena avanzaba con gracia. No vestía de blanco. El vestido que La Roja le había obsequiado brillaba como fuego líquido: un rojo profundo con bordados intrincados y piedras verdes incrustadas, que resplandecían como sus ojos bajo la tenue luz de la iglesia. El velo de encaje ocultaba su rostro, manteni