La fortaleza no volvió a ser la misma después de la noche del intento de secuestro. La paz había sido sustituida por una vigilancia implacable: puertas reforzadas, hombres en cada pasillo, registros de entradas y salidas escrupulosos. Nadie confiaba en nadie del todo; los gestos cotidianos se transformaron en posibles claves. Y en el centro, como una herida abierta, latía la sospecha: la rata estaba dentro.
Dante ordenó una cuarentena silenciosa. Nadie entraría ni saldría sin su permiso, las comunicaciones se filtraron, y cada teléfono se sometió a una inspección. Serena revisó cuentas, movimientos, permisos de los proveedores; Mikhail interrogó a los guardias que habían estado de servicio esa noche; Serguei reestableció los puntos ciegos mientras Iván y Mikko recorrían el perímetro en busca de huellas. Pero a pesar de las inspecciones, el traidor había sido elegante: no había pistas obvias, solo pequeñas huellas como migas que, unidas, podían convertirse en el rastro del culpable.