La noticia del banquete no tardó en llegar a los oídos equivocados. Corrado estaba sentado en la sala de reuniones de su villa, una mansión rodeada de altos muros y protegida por hombres armados hasta los dientes. A su lado, Salvatore tamborileaba los dedos sobre la mesa de mármol, inquieto.
—¿Así que celebraron un banquete en la fortaleza? —dijo Corrado con voz áspera, apretando el vaso de whisky entre sus dedos—. Y no solo eso… ¡invitaron a todos los malditos capos y organizaciones internacionales!
El informante que estaba frente a él bajó la mirada, temblando.
—Sí, señor. Los Yakuza, la Bratva, incluso familias de Sicilia estuvieron presentes. Todos llevaron regalos… oro, armas, caballos. Fue… una demostración de fuerza.
El vaso estalló en su mano, y el whisky se mezcló con la sangre que goteaba de sus dedos. Corrado no pareció sentir el dolor.
—¡Esa bastarda! —escupió, con el rostro deformado por la ira—. ¡La hija de Alexander se cree dueña de Italia!
Salvatore, siempre más calc