La fortaleza ardía de actividad desde el amanecer. No había música esta vez, sino un murmullo grave, pesado, que recorría los pasillos como una corriente subterránea de tensión. Serena despertó entre papeles, mapas y conversaciones entrecortadas. Dante ya no estaba en la cama; lo encontró en la sala de estrategia, con Mikhail y Leone inclinados sobre una mesa cubierta de planos.
—Así que esta es la jugada —dijo Dante con voz firme, trazando una línea roja sobre el mapa de Venecia—. Corrado ya no puede esconderse. Tarde o temprano se moverá, y debemos estar listos para quebrar su orgullo.
Mikhail asintió, encendiendo un cigarro con calma.
—No se trata solo de Corrado. Los viejos capos lo miran, lo apoyan, lo temen. Si cae él, caerán con él… y entonces el tablero será nuestro.
Serena se acercó, colocando su mano sobre la de Dante. Su mirada verde brillaba con un fuego distinto, una mezcla de determinación y rabia contenida.
—No habrá segundas oportunidades. Si lo enfrentamos, será para