Los días pasaban como si fueran segundos dentro de la fortaleza. Cada sala estaba llena de movimiento: cajas que entraban y salían, listas revisadas, teléfonos desechables vibrando sin parar.
Los hombres regresaban de sus viajes, uno tras otro, cargando con peticiones adicionales.
—Señor Dante —informó uno de ellos, entregando una carpeta—, la Camorra pidió veinte brazaletes más. La Bratva solicitó cincuenta, incluyendo los de seguridad. Los chechenos duplicaron su número de asistentes.
Dante hojeó los reportes con calma.
—Envíen lo que pidan. Nadie puede decir que no fue tratado como igual.
Otro de los mensajeros entró, jadeante.
—La Cosa Nostra confirmó con setenta hombres. Y los colombianos piden treinta brazaletes para invitados y treinta más para su escolta personal.
El salón de control parecía un corazón latiendo, cada confirmación un pulso que alimentaba la magnitud del evento.
Pero la atención se quebró cuando Iván apareció en el umbral de la puerta. Tras él caminaba un homb