El silencio del amanecer caía sobre la Fortaleza como una neblina espesa. Solo se escuchaba el zumbido de los helicópteros sobrevolando el perímetro y los pasos apresurados de los guardias reforzando la seguridad. Dentro, el aire era denso, casi irrespirable.
Serena estaba recostada en una habitación amplia, envuelta entre sábanas blancas, su piel pálida contrastando con el rojo intenso de su cabello. Dante no se había movido de su lado desde que se había desmayado durante la reunión con Mikhail y los demás. Tenía la mano de ella entre las suyas, los nudillos tensos, los ojos rojos de cansancio.
—¿Qué dijeron los médicos? —preguntó en voz baja, sin apartar la mirada de ella.
Mikhail, de pie junto a la ventana, giró lentamente. Su rostro, por lo general imperturbable, mostraba una mezcla de alivio y gravedad.
—Está fuera de peligro… pero hay algo más —respondió, y Dante alzó la mirada con un sobresalto—. Está embarazada.
El mundo pareció detenerse por un instante. Dante se quedó sin pa