La fortaleza respiraba con la pesada cadencia del anochecer. Afuera, la tormenta había vuelto al llanto fino; adentro, las luces parpadeaban y las pantallas del centro de mando proyectaban mapas y rutas en movimiento. Pero en la habitación de hospital, la quietud era otra cosa: Serena dormía, pálida y serena, su mano en la de Dante como un ancla. Él no había cerrado los ojos en toda la noche.
Mikhail recorría los pasillos de la instalación con paso contenido, organizando refuerzos y cerrando puntos de acceso. Sergey y los demás supervisaban cada cámara, cada guardia. Nadie quería riesgos; el secreto debía permanecer sellado.
A las tres de la madrugada, en un laboratorio con registro aparentemente normal, se produjo un gesto pequeño que hubiera parecido inocente en cualquier otra noche: un técnico miró su terminal y, con dedos temblorosos, abrió el expediente de urgencias. Esperó el momento oportuno, descargó el informe médico y preparó un envío. Un envió que, de llegar a su destino, e