La respiración de Serena se aceleraba mientras sentía el peso de Dante sobre ella. Sus labios aún ardían por la intensidad de los besos que habían compartido, y el calor en su piel era casi insoportable. Nunca pensó que se sentiría así, tan viva, tan vulnerable y al mismo tiempo tan segura en los brazos de alguien.
—Dante… —susurró apenas, con la voz quebrada entre miedo y anhelo.
Él la miraba fijamente, como si buscara permiso en sus ojos, como si necesitara asegurarse de que ella también quería cruzar ese límite.
—Dime que lo deseas, Serena. —Su voz era grave, ronca, casi un ruego disfrazado de orden.
Ella tragó saliva, sus manos temblando al aferrarse a la camisa de él.
—Te deseo… —confesó con una sinceridad que la desarmó a sí misma—. Te he deseado desde el primer día que entraste en mi vida.
Esa confesión bastó para que Dante la besara con una urgencia feroz, como si aquellas palabras hubiesen roto cualquier barrera que aún lo contenía. Sus bocas se encontraron una y otra vez, ca