El reloj marcaba las once de la mañana. La luz del sol entraba a través de las grandes ventanas de la oficina de Alejandro Ferrer, iluminando los documentos esparcidos sobre su escritorio. Ricardo Medina, su inseparable amigo y mano derecha, estaba sentado frente a él, hojeando algunos papeles mientras Alejandro, absorto, apenas lograba concentrarse en lo que leía.De pronto, Alejandro dejó el documento a un lado y se levantó de su silla, caminando hacia la ventana con las manos en los bolsillos, su ceño fruncido en una expresión de profunda preocupación.Ricardo alzó la vista, notando de inmediato su actitud.— ¿Qué sucede, Alejandro? —preguntó, cerrando la carpeta que tenía entre las manos—. Te noto... pensativo.Alejandro soltó un suspiro largo y pesado antes de girarse para mirarlo.—No puedo dejar de pensar en Irma —admitió finalmente—. Es tan joven... Aún me cuesta creer que esté enferma. Es como si, en cualquier momento, fuera a desaparecer de mi vida, así como Camila lo hizo..
El ambiente en la oficina de Alejandro Ferrer seguía cargado de tensión. Ricardo y Andrés se encontraron de pie frente a él, los tres sumidos en un profundo silencio mientras las palabras de la llamada resonaban en sus cabezas.La acusación contra Margaret era tan grave que parecía imposible de creer, pero también demasiado peligrosa como para ignorarla.Estaban a punto de comenzar a planificar una investigación cuando el teléfono de Alejandro vibró sobre el escritorio.Los tres hombres se sobresaltaron, cruzando miradas rápidas.Alejandro extendió la mano y tomó el dispositivo. Era un nuevo mensaje. Frunció el ceño al ver que provenía de otro número desconocido.— ¿Qué pasa? —preguntó Ricardo, viendo la expresión tensa de su amigo.—Es otro mensaje —dijo Alejandro, su voz cargada de sospecha.Abró el mensaje, y sus ojos se agrandaron al instante.Lo que vio hizo que se quedara completamente inmóvil, como si su sangre se hubiera congelado.—No puede ser... —Susurró Alejandro, llevándo
El reloj marcaba las cinco de la tarde. Afuera, el cielo comenzaba a pintarse de tonos anaranjados y dorados. Los ventanales de la oficina de Alejandro Ferrer permitían que la luz suave del atardecer bañara la sala con una calidez engañosa. Porque dentro de esa oficina, las tensiones no hacían más que crecer.Alejandro estaba de pie, junto a la ventana, con los brazos cruzados y la mente ocupada. Andrés, sentado frente al escritorio, lo observaba en silencio. El ambiente era denso, cargado de emociones encontradas. Había dolor, rabia, sed de justicia… y una determinación que se reflejaba en los ojos de ambos hombres.El teléfono de Alejandro vibró sobre el escritorio, interrumpiendo el silencio. Él caminó hacia él y, al ver el nombre en la pantalla, una sonrisa leve curvó sus labios.—Es Irma —murmuró, como si dijera algo que le reconfortaba el alma.Contestó de inmediato.—¿Ahí?—Hola… —dijo la dulce voz de Irma al otro lado de la línea—. ¿Cómo estás?—Estoy bien. Me alegra escuchart
La tenue luz del estudio iluminaba el rostro de Alejandro Ferrer con un matiz dorado y cálido. La madera oscura de las estanterías, repletas de libros y documentos, aportaba una sensación de refugio. El murmullo lejano del atardecer se colaba por las ventanas entreabiertas, y el leve crujido de la silla de cuero acompañaba el silencio que había quedado tras la llamada con Irma.Alejandro giró el celular entre sus dedos, aún pensativo. En su rostro se notaba una mezcla de serenidad y resignación. Andrés lo observaba desde uno de los sillones frente al escritorio, con los codos apoyados en las rodillas y los dedos entrelazados. La pregunta flotaba en el aire, suave pero directa.— ¿Te sientes feliz con Irma? —preguntó con un tono sincero, sin juicio, solo curiosidad.Alejandro levantó lentamente la mirada. Lo miró fijamente, como si en su mente se ordenaran las piezas antes de darle forma a la verdad.—La verdad... —empezó con voz baja—. Me siento bien con ella. Con Irma… olvido un poco
El reloj marcaba las seis con quince de la tarde cuando Alejandro Ferrer apagó su computadora, se levantó de su escritorio y tomó su chaqueta del perchero. Su teléfono vibró con una notificación, pero no la revisó. Lo deslizó en el bolsillo interior de su saco y caminó con paso firme hacia la puerta. Su secretaria lo vio acercarse y se puso de pie rápidamente.—¿Se retira, señor Ferrer? —preguntó con una leve sonrisa profesional.—Sí, Ana. No regreso por hoy. Que tengas buena tarde.—Igualmente, señor Ferrer.Alejandro le dedicó un leve gesto de cabeza y se dirigió al ascensor. Presionó el botón y esperó en silencio, con las manos en los bolsillos y el ceño ligeramente fruncido. Cuando las puertas se abrieron, entró sin mirar a nadie y descendió hasta el estacionamiento subterráneo. Al salir, buscó con la mirada su auto entre la hilera de vehículos. El silencio del lugar le ofrecía una calma extraña. Sacó las llaves, presionó el botón y las luces del coche parpadearon.Se acercó, abri
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis
Camila caminaba por las calles del barrio con pasos lentos, sintiendo el peso de la tarde en sus hombros. A sus 23 años, la vida no había sido fácil para ella, pero siempre había encontrado la fuerza para seguir adelante. Desde que su padre murió en un accidente cuando ella tenía solo 17 años, la responsabilidad de cuidar a su familia había recaído completamente sobre sus hombros. Su madre, Marta, había quedado devastada por la pérdida, y desde entonces, Camila había sido el pilar del hogar. Vivía en una pequeña casa de un barrio humilde, junto a su madre y su hermana menor, Sofía, quien apenas tenía 6 años. El hogar era modesto, con muebles desgastados pero llenos de cariño. A pesar de las dificultades económicas, Camila siempre hacía lo posible por mantener un ambiente cálido y amoroso para su hermana y su madre. Ese día, al abrir la puerta de su casa más temprano de lo habitual, su madre, Marta, levantó la vista desde la mesa del comedor, sorprendida. Marta era una mujer de rost