Las puertas de la mansión Ferrer se abrieron de par en par. El sol de la tarde bañaba el jardín con una luz dorada y suave, como si el universo también celebrara el regreso de Camila.
Adentro, la familia entera esperaba en silencio, manteniendo la respiración. Isabel de Ferrer caminaba de un lado a otro en el vestíbulo, con las manos entrelazadas y la mirada fija en la puerta. intranquila, pero con los ojos vidriosos de emoción. En un rincón, Irma, aún débil pero de pie, se apoyaba en el sofá. Oscar se había apartado discretamente a la terraza. Sandra se abrazaba encontrando a una niña de seis años, cuyos grandes ojos cafés brillaban de esperanza.
— ¿Cuánto falta? —preguntó la pequeña con impaciencia—. ¿Ya llega mi hermana?
—Ya casi, amor —le dijo Sandra con ternura, acariciando su cabello.
Isabel se giró al oír el rugido del motor que se acercaba. Su corazón dio un brinco.
—¡Es él! —¡Es el auto de Andrés! —exclamó.
Todos se pusieron de pie al instante. La puerta principal se abrió ap