El amanecer era frío y silencioso en la pequeña casa de los Morales. Un viento suave rozaba las ventanas, y la luz tenue de la sala apenas iluminaba el rostro angustiado de Marta. Había pasado horas caminando de un lado a otro, sin saber qué hacer, esperando noticias, algo que la sacara de esa pesadilla que parecía no tener fin.
De pronto, un golpe en la puerta la hizo dar un brinco. Su corazón se aceleró y, por un segundo, el miedo la paralizó. Caminó lentamente hacia la entrada, con las manos temblorosas. Al abrir, encontró a dos hombres vestidos de negro, de porte firme y rostro serio.
—¿Señora Morales? —preguntó uno de ellos con voz grave.
Marta asintió con la cabeza, con el rostro desencajado y los ojos ya humedecidos por el terror.
—Venimos de parte del señor Adrien —continuó el hombre—. Él nos envía con instrucciones precisas… Todo depende de usted para que su hija siga con vida.
Marta sintió que las piernas le fallaban, y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta para no desp