La noche seguía cayendo con fuerza sobre el pequeño barrio donde vivía la familia Morales. Las nubes oscuras se arremolinaban en el cielo como presagio de que nada volvería a ser igual. En el interior de la casa, el ambiente estaba teñido de un silencio sepulcral, solo roto por el roce de los pasos y susurros de los hombres de Adrien que se movían con precisión.
Dos de ellos llegaron cargando un ramo imponente de rosas blancas y una corona fúnebre con un listón negro que decía: “Siempre en nuestro corazón, Camila”. La escena comenzaba a parecerse a un velorio real. Las flores fueron colocadas con cuidado sobre el ataúd cerrado, cuya superficie brillaba bajo la tenue luz del salón. Nadie podría imaginar que dentro no yacía una joven fallecida… sino solo piedras fríamente distribuidas para simular el peso de un cuerpo.
El hombre que parecía liderar al grupo se acercó con gesto serio a Marta, quien seguía sentada en la misma silla, con el rostro pálido y las manos entrelazadas, aferradas