El precio de mostrar los dientes

De nuevo una camioneta de color oscuro llegó por Marianne, al subir, se dió cuenta de que el Lobo estaba ahí como siempre, no hablaron, ella se concentró en el paisaje que veía a través de la ventanilla.

El lobo mantenía sus manos sobre sus rodillas, con la espalda recta y la mirada al frente, Marianne podía sentir su frialdad, instintivamente cruzó los brazos sobre su pecho en un intento de protegerse, estar junto a él en ese momento le parecía sofocante.

Después de casi una hora, llegaron a una propiedad antigua, estaba oculta entre los árboles, los muros eran grises, el viejo portón oxidado.

El Lobo bajó primero, y abrió la puerta trasera con brusquedad.

—Baja —ordenó, cortante.

Marianne obedeció sin discutir, caminó tras él, con la mirada baja, sin mirar los alrededores, bajaron unas escaleras angostas, hasta llegar a una puerta de metal, que lanzó un agudo chirrido al abrirse.

El lugar era un sótano, estaba vacío, las paredes eran de piedra, solo había una lámpara vieja que colga
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