Céline se despertó antes del amanecer.
La habitación estaba en penumbra, y el silencio solo lo rompía la respiración tranquila de Kilian a su lado. Sintió su mano sobre su cintura. No era una caricia ni un gesto pasional. Era una especie de confirmación muda, como si él necesitara asegurarse de que no había desaparecido durante la noche.
Ella no se movió de inmediato. Cerró los ojos un momento más. Podía oler el rastro de su loción, mezclado con el perfume residual que aún no lograba perdonarle. Pero esa mañana, eligió respirar hondo y levantarse sin hacerlo notar.
Caminó descalza hasta el baño. Se duchó sin prisa, como quien lava no solo el cuerpo, sino los días recientes. Se vistió de blanco, con el cabello suelto y el rostro limpio. Era el día en que sus hijos volvían a casa. Y aunque parte de ella seguía fracturada, esa parte se volvía firme cuando pensaba en ellos.
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El auto de Clarise llegó puntual. Elian bajó primero, arrastrando su mochila como un aventurero cansad