La luz de la tarde se colaba entre los ventanales como una caricia dorada, llenando cada rincón de la casa nueva con una promesa de calma. Céline se detuvo en la entrada con los ojos cerrados unos segundos. Escuchó el murmullo de los niños riendo en la planta alta y los pasos de Matthias moviéndose por la cocina. El aroma a madera fresca y flores silvestres aún flotaba en el aire. No era solo una casa. Era su renacer.
Elian había elegido el cuarto con vista al jardín trasero, donde ya soñaba con colocar un telescopio. Yvania había preferido el dormitorio con paredes en tonos lavanda y un pequeño rincón de lectura que Matthias le había ayudado a armar. Ambos corrían por los pasillos, como si quisieran probar si todo ese espacio era realmente suyo.
Céline subió lentamente las escaleras. Se detuvo frente a la habitación principal. Entró descalza, arrastrando los dedos por la pared mientras sonreía. El ventanal dejaba ver el Leman en el horizonte, y el cielo comenzaba a teñirse de rosa