Un mes había pasado desde la sentencia, y el Instituto Renn de Bienestar Emocional era apenas un recuerdo polvoriento en el fondo del mundo que Alina habitaba ahora. Las paredes eran grises, ásperas, sin diplomados ni certificados enmarcados, sin velas aromáticas ni sillas de diseño. Aquí todo olía a desinfectante barato y frustración.
Aún así, ella caminaba por los pasillos con la espalda recta, como si todavía llevara tacones altos en lugar de las sandalias de goma reglamentarias. Algunas reclusas la observaban con una mezcla de temor y fascinación. Era diferente. No gritaba, no lloraba. Miraba con detenimiento. Escuchaba demasiado.
Y hablaba poco, pero cuando lo hacía, las palabras cortaban como bisturí.
—¿Sabías que el miedo constante reconfigura las conexiones neuronales? —le dijo a una interna que intentó provocarla en su segunda semana—. La próxima vez que no controles tu ira, piensa que estás reduciendo tu propio coeficiente intelectual.
Las risas estallaron, pero la a