La mañana después del lanzamiento se sentía como un eco. No había dormido del todo. Había cerrado los ojos, sí, pero el cuerpo no había descansado. Era como si algo dentro de ella siguiera despierto, alerta, temblando. El álbum ya estaba afuera: Cartas que nunca envié. Cinco canciones. Cinco fragmentos de una historia que había sido suya y que ahora pertenecía a cualquiera que se atreviera a escucharla.
Nina estaba sentada en el suelo de su cuarto, la espalda apoyada contra la pared y las piernas estiradas. Frente a ella, el escritorio con el sobre aún intacto: la invitación, la nota, la letra de Alex. No lo había abierto ni tirado. Lo había mirado durante horas, como quien observa una herida que no sangra pero duele igual.
Su celular vibró. Clara otra vez. Nina lo ignoró, no por enojo sino por agotamiento. Había algo cruel en la forma en que el mundo seguía girando después de que uno se rompe, como si la música que había escrito no fuera suficiente para detenerlo todo, aunque por dentro ella sintiera que había dicho lo más importante que tenía.
Se levantó con lentitud y caminó hacia la ventana. Afuera, Mérida despertaba con su ritmo habitual: motos, voces, el calor que ya empezaba a insinuarse. Nina apoyó la frente contra el vidrio y pensó en Donde habita tu nombre, la primera canción del álbum, escrita una madrugada después de leer los últimos mensajes de Alex. Era la más cruda. La más desnuda. Luego vino La última luz, que parecía una despedida pero era una súplica disfrazada. Te amo en silencio fue la más difícil de grabar: tuvo que hacerlo sola, sin Clara, sin nadie. No podía llorar frente a otros. Lo que no dijimos fue casi una carta. Y Luna de nadie… esa era el vacío, el lugar donde todo lo demás se había ido a esconder.
El celular volvió a vibrar. Esta vez Nina lo tomó.
—¿Sí?
—¡Por fin! —la voz de Clara era una mezcla de emoción y urgencia—. ¿Estás bien?
—No lo sé.
—¿Viste los comentarios? ¿Las reproducciones? ¡Nina, está pasando! La gente está escuchando. Están escribiendo cosas hermosas. Hay una chica que dijo que Te amo en silencio le recordó a su mamá, otra que lloró con Luna de nadie. ¡Esto está tocando a la gente!
Nina cerró los ojos, sin saber si eso la consolaba o la asustaba.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Ahora vienes conmigo a Aurora Records. Hay una reunión. No sé todos los detalles, pero quieren hablar contigo. Algo sobre oportunidades. No me dijeron mucho, pero suena grande.
—¿Hoy?
—Sí. En una hora. Te paso la dirección. Por favor, ven. No tienes que decir nada, solo escucha.
Nina dudó. Miró el sobre, luego la guitarra, luego sus manos.
—Está bien —dijo al fin—. Voy.
Se vistió sin pensar: jeans, blusa blanca, chaqueta ligera. Cabello recogido, nada de maquillaje. No era una artista; era una mujer que había sobrevivido a su propia historia. Antes de salir, tomó el sobre. No lo abrió, solo lo guardó, como quien lleva una pregunta sin respuesta.
El taxi olía a vainilla artificial. El conductor hablaba por teléfono con alguien que reía mucho. Nina miraba por la ventana, viendo cómo la ciudad se movía sin ella. No había música, no quería escuchar nada, solo el ruido de las llantas contra el pavimento, el sonido de su respiración, el silencio que aún quedaba dentro.
Aurora Records era un edificio de vidrio y acero, con recepcionistas que sonreían como si supieran algo que ella no. Clara la esperaba en la entrada, con una carpeta en la mano y una energía a punto de estallar.
—Gracias por venir —dijo Clara, abrazándola brevemente—. No sé qué va a pasar, pero confía en mí. Esto puede ser importante.
Subieron juntas al piso 14. Sala de juntas. Café tibio. Ejecutivos con entusiasmo ensayado. Nina se sentó, no preguntó, no sonrió. Solo esperó.
Uno de los productores, un hombre de unos cincuenta años con gafas gruesas y voz pausada, abrió una carpeta frente a él. La mesa estaba llena de papeles, gráficos, tablets con estadísticas. Pero Nina no miraba nada de eso, solo observaba sus manos cruzadas sobre el regazo, como si fueran lo único que podía controlar.
—Primero que nada, felicidades —dijo el productor, con una sonrisa ensayada—. Cartas que nunca envié es… bueno, es especial. No solo por la calidad musical, sino por la respuesta. Anoche fue el lanzamiento y ya tenemos miles de reproducciones. Pero más allá de eso, lo que está pasando es emocional: la gente está conectando, están escribiendo, compartiendo, llorando.
Nina asintió, sin saber qué decir. No estaba acostumbrada a que su dolor se convirtiera en cifras.
—No queremos apresurarte —intervino Clara—. Sabemos que este álbum es íntimo, que no lo hiciste para vender. Pero hay algo que queremos proponerte y queremos que lo escuches sin presión.
Otro ejecutivo, más joven, con camisa azul y una energía nerviosa, tomó la palabra.
—Estamos desarrollando un proyecto especial, algo que mezcle artistas con estilos distintos pero que compartan una raíz emocional. No es un dueto tradicional. Es más bien una exploración, una canción que nazca del encuentro entre dos mundos. Y pensamos en ti.
Nina frunció el ceño.
—¿Una colaboración?
—Sí —respondió Clara, con cuidado—. Pero no cualquiera. Es con alguien que… bueno, que ha mostrado mucho interés en tu trabajo. Escuchó el álbum anoche y pidió reunirse contigo. No sabíamos si decirte, pero creemos que puede ser algo poderoso.
—¿Quién?
El productor mayor sonrió, esta vez con más sinceridad.
—Dylan Scott.
Silencio. Nina parpadeó.
—¿El de Ghost5?
—Sí. Él. Pero no como lo ves en los medios, no como el chico de los escándalos o las entrevistas virales. Él escuchó Lo que no dijimos y dijo que sintió que alguien le había robado una emoción que no sabía cómo nombrar. Está aquí. Quiere hablar contigo, no para convencerte, solo para compartir lo que sintió.
Nina se quedó quieta, no por sorpresa, sino por incredulidad.
—¿Y qué esperan de mí?
—Nada —dijo Clara con suavidad—. Solo que lo escuches, que lo conozcas y veas si puede surgir algo. No tienes que decidir nada hoy ni mañana. Solo… abre la puerta un poco.
Nina miró la mesa con sus papeles y tablets: todo parecía lejano, irreal. Aun así, había algo en la mirada de Clara que no era presión, sino esperanza.
—Está bien —dijo al fin—. Que entre.
La puerta se deslizó con un leve crujido y Dylan Scott apareció, consciente de que entraba al territorio de alguien acostumbrado a no impresionarse fácilmente. Camisa negra, chaqueta de mezclilla y cadenas discretas; el cabello despeinado con intención. Tenía esa presencia que no busca dominar, pero que llena el espacio. Su sonrisa era cálida y sus ojos, atentos. No venía a impresionar, venía a escuchar.
—Hola —dijo, con voz firme pero amable—. ¿Puedo pasar?
Nina apenas asintió y él cruzó el umbral con paso medido, tomándose un segundo para situarse sin invadir. Se sentó frente a ella, dejando el espacio justo para no apretujar.
—Gracias por recibirme —añadió, dirigiéndose a todos pero manteniendo su mirada en Nina—. Escuché tu álbum anoche, de principio a fin, y no sé cómo explicarlo, pero me dejó… inquieto.
—¿Inquieto? —repitió ella en tono neutro.
—Sí. Como si hubiera algo que no entendí del todo. Algo que no está en las letras, pero sí en tu voz, en los silencios entre los versos.
Ella bajó la mirada un segundo, pensando en el sobre, en la nota de Alex, en la boda que se acercaba como tormenta invisible. No dijo nada.
—¿Y qué esperas encontrar? —preguntó con voz más seca.
—No lo sé —respondió Dylan con calma—. No vine a buscar respuestas. Vine porque me dio curiosidad. Desde que escuché Ya no estás, hace dos años, me quedé pensando en cómo alguien puede escribir así. Y al escuchar Lo que no dijimos, sentí que aún hay algo que no has dicho.
Nina se tensó, no por él, sino por la cuerda que había resonado dentro de ella.
—¿Y tú crees que puedes ayudarme a decirlo?
—No —contestó Dylan sin titubear—. Pero tal vez puedo estar ahí cuando lo digas.
La frase cayó como piedra en el agua. No fue arrogante, fue honesta.
Nina se levantó de golpe y caminó hacia la ventana. El sol de Mérida entraba con fuerza, pero ella permaneció de pie, brazos cruzados, mirada perdida en el horizonte. En el aire había ganas de gritar, de soltarlo todo, pero ella no lo haría. No allí, no entonces.
Dylan la observaba desde su asiento con una calma que parecía aprendida. No hizo movimiento alguno, solo esperó, consciente de que cualquier palabra podría romper algo aún vulnerable.
Clara miraba a ambos, nerviosa. Los ejecutivos se removían en sus sillas, incómodos con el silencio, pero nadie se atrevía a hablar.
—¿Sabes lo que significa escribir algo que no quieres que nadie escuche? —preguntó Nina sin girarse.
—Sí —respondió Dylan, bajo y claro.
—¿Y aun así lo cantas?
—Sí. —
Nina se giró despacio. Sus ojos, sin lágrimas ni rabia, ardían en esa intensidad concentrada.
—¿Por qué?
Dylan sostuvo la mirada con firmeza:
—Porque si no lo canto, se queda adentro. Y adentro duele más.
Nina caminó hacia la mesa. Se detuvo frente a él. No había más distancia. Solo aire cargado.
—¿Y qué pasa si lo que yo tengo adentro no quiere salir?
—Entonces lo dejamos ahí —dijo Dylan—. Pero si alguna vez se asoma, yo quiero estar cerca.
Nina lo miró. No por ternura. Por reconocimiento. Había algo en él que no era impostado. Algo que no pedía permiso, pero tampoco exigía nada, eso la confundía.
—¿Tú sabes quién soy? —preguntó, con voz baja.
—Sí —respondió Dylan—. Pero no por los premios. No por las entrevistas. Por las canciones. Por cómo escribes. Por cómo cantas como si estuvieras hablando con alguien que ya no está.
Nina se tensó. No por él, sino por lo que acababa de sentir: como si alguien hubiera tocado una cuerda que no debía sonar.
—¿Y tú crees que puedes escribir conmigo?
—No lo sé —dijo Dylan—. Pero quiero intentarlo. No para demostrar nada, sino para entender algo.
Hubo un silencio cortante. Nina bajó la mirada, pensó en el sobre, en la nota, en la letra de Alex y en todo lo que no dijo y sabía que nunca diría.
—Una canción —pronunció al fin—. Solo una. No por ti, sino por mí. Porque necesito escribir algo diferente.
Dylan se levantó con respeto.
—Dime cuándo.
—Miercoles, a las cinco, en mi estudio. No llegues tarde.
Sin añadir palabra, Nina salió de la sala, cargando más preocupaciones que respuestas. Clara la siguió en silencio. Dylan se quedó viendo la puerta cerrarse y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba a punto de entrar en un lugar donde no se canta por fama, sino para sobrevivir.
El estudio estaba en penumbra, iluminado únicamente por la luz cálida de una lámpara de escritorio y el resplandor tenue de los monitores. Las paredes, cubiertas de paneles acústicos, parecían absorber el silencio, que era más emocional que técnico. Nina permanecía sentada frente al piano, los dedos apoyados en las teclas sin tocarlas. Solo respiraba.
El cuaderno abierto sobre la mesa esperaba palabras que ella aún no encontraba. A veces, el vacío también forma parte del proceso.
La reunión en Aurora había terminado hacía una hora. Dylan se había ido sin promesas, solo con respeto. Ella, en cambio, se había encerrado en el estudio como quien busca refugio en una iglesia sin fe.
La puerta se abrió con suavidad.
—¿Puedo pasar? —preguntó Clara, asomando la cabeza.
Nina no respondió. Solo asintió con un gesto leve. Clara cerró la puerta detrás de ella y se acomodó en el sofá, sabiendo que hablar demasiado podía romper algo que aún no estaba listo para ser tocado.
—¿Estás bien?
—No lo sé.
—¿Quieres cancelar lo de mañana?
—No.
Guardaron silencio. Clara se cruzó de piernas, se acomodó el cabello y esperó.
—¿Te cayó mal Dylan?
—No —respondió Nina tras unos segundos—. Me cayó… demasiado bien.
Clara sonrió en silencio.
—Es extraño —continuó Nina—. Que alguien te mire como si pudiera leer entre líneas sin pedir permiso.
—¿Y eso te molesta?
—Me asusta.
Clara se inclinó hacia adelante.
—¿Por qué?
Nina bajó la mirada; sus dedos seguían inmóviles sobre las teclas.
—Porque si alguien logra entrar… no sé qué va a encontrar.
Clara guardó silencio, no por falta de palabras, sino por respeto.
—Hoy, cuando lo escuché hablar —dijo Nina—, pensé en canciones que no quiero escribir, en versos que no quiero cantar.
—¿Y aun así aceptaste?
—Sí.
—¿Por qué?
Nina levantó la mirada, los ojos brillantes sin lágrimas.
—Porque si no escribo algo nuevo, me quedaré atrapada en lo que ya dije. Y eso… eso duele más que lo que no dije.
Clara se acercó y puso una mano en su hombro. No para consolar, sino para acompañar.
—Entonces mañana, solo escribe. No pienses. No expliques. No te defiendas.
Nina asintió.
—¿Y si no sale nada?
—Entonces esperas. Y si él no sabe esperar, no merece estar ahí.
Nina cerró el cuaderno y se levantó. Caminó hasta la ventana, donde la noche empezaba a caer sobre la ciudad. El cielo estaba limpio, como si el mundo, por una vez, le diera espacio.
—¿Sabes qué es lo peor? —preguntó sin volver la vista hacia Clara.
—¿Qué?
—Que no sé si quiero que él entienda. O que no entienda nada.
Clara se puso de pie, la mano en el hombro de Nina.
—Tal vez no se trate de él, sino de ti. De lo que estás lista para soltar.
Nina cerró los ojos.
Y por primera vez en mucho tiempo, se permitió respirar sin miedo.
El estudio guardaba silencio, pero dentro de ella algo empezaba a moverse. No era una canción. Era el inicio de algo que aún no tenía nombre.