La mañana del lanzamiento amaneció tibia. Ni sol ni lluvia. Justo en medio. Como ella.
Nina se despertó antes del despertador, como siempre. No por ansiedad, sino por costumbre. El café estaba listo en tres movimientos. El cuaderno, sobre la mesa. Lo abrió sin pensarlo. Página tras página, hasta llegar a la última.
Habían pasado cinco meses desde la última vez que lo vio. No hubo pelea. No hubo cierre. Solo una despedida silenciosa, como esas que se entienden más por lo que no se dice. Desde entonces, Nina volvio a escribir y componer, No para él. Para ella.
Al llegar al estudio, el aire olía a incienso y cables calientes, mientras afuera los primeros fans colocaban carteles o sostenían flores en las manos. Sabía que el álbum saldría esa misma noche: Cartas que nunca envié, cinco canciones como confesiones disfrazadas de melodía, sin destinatario oficial y tal como debía ser. A pesar de la expectación, ella se apoyó contra la pared con la tranquilidad de quien ha decidido soltar un pasado al vuelo.
La primera entrevista transcurrió sin sobresaltos, con preguntas profesionales y respuestas medidas. Pero la segunda cambió el tono. La periodista, de voz aguda y sonrisa afilada, la miró directo y preguntó:
—¿Este álbum es más personal que los anteriores?
—Sí —respondió Nina con cautela—. Es más íntimo.
—¿Íntimo cómo? ¿Hay alguien detrás de estas canciones?
Ella se acomodó en el sillón, apartó la mirada de la cámara y dijo:
—Hay emociones detrás. No necesariamente personas.
Los rumores no la intimidaron, y cuando la insistieron sobre un ex o una relación oculta, sonrió para defenderse: —Las canciones no llevan nombre, solo sentimiento.
—¿Y ese sentimiento aún vive?
Guardó silencio un instante, pensó en las llamadas a las tres de la mañana y en los mensajes que nunca hablaban de amor pero que ella contestaba igual. Cuando alzó la vista, aclaró:
—El sentimiento vive en la música, y ahí se queda.
El productor cortó la transmisión, ella se levantó y caminó hasta el piano que esperaba en un rincón del estudio. Tocó una nota, luego otra, como si necesitara recordar el motivo de su lucha: no por él, sino por ella. El resto del día transcurrió entre luces, cámaras y preguntas que removían algo en su interior, porque aunque respondía con elegancia cada vez que le preguntaban cuál fue la canción más difícil de escribir, solo admitió:
—La segunda, porque dudé entre confesar o callarlo para siempre.
No explicó más. No dijo que esa canción nació una madrugada, después de verlo irse sin mirar atrás. Que la escribió con los ojos abiertos, sin lágrimas, porque ya no quedaban. Que cada verso era una forma de decir "te entendí, aunque nunca me lo pediste".
Entre entrevista y entrevista, Nina revisaba su teléfono. No por ansiedad. Por costumbre. Él no había escrito. No lo esperaba. Pero igual lo buscaba.
En el camerino, antes de la transmisión en vivo, se quedó sola unos minutos. Se sentó frente al espejo. No para retocarse el maquillaje, sino para mirarse. Para preguntarse si estaba lista.
Recordó la primera vez que lo vio. La forma en que hablaba. La manera en que parecía necesitarla sin decirlo. Y cómo ella, sin saber por qué, quiso quedarse.
Recordó los encuentros. Los silencios. Las veces que él llegaba sin aviso, y ella abría la puerta como si no hubiera pasado tiempo. Como si el amor pudiera sobrevivir a la ausencia.
Y recordó la última vez. Cinco meses atrás. Un café. Una conversación breve. Él pidió ayuda. Ella dijo que sí. Él se fue. Ella no lo volvió a ver.
Las canciones no lo culpan ni lo exponen: solo lo nombran sin decir su nombre, lo dibujan en sombras y lo cantan en susurros, porque Nina no quería que doliera, sino que sanara. Si alguien se reconocía en ellas, que lo hiciera sin vergüenza, sin culpa y con amor.
La asistente entró con una sonrisa nerviosa y dijo: —Estás en vivo en tres minutos.
Nina respiró hondo, se puso de pie y caminó hacia el escenario. Las luces se encendieron, las cámaras la enfocaron y, al pronunciar la primera nota, supo que no había vuelta atrás. Las cartas estaban escritas y las canciones vivas. Aunque él no estuviera allí, ella lo había dicho todo sin mencionarlo. Mientras cantaba la última nota de la transmisión en vivo, Nina cerró los ojos. No por dramatismo. Por memoria.
Porque justo en ese instante, sin saber por qué, recordó el parque.
Tenía 19 años. Acababa de salir de una reunión con una pequeña agencia musical que, después de semanas de promesas, decidió no trabajar con ella. "No encajas en el mercado", le dijeron. "Tu estilo es demasiado íntimo. No vendes."
Salió sin decir nada. Caminó sin rumbo. El parque estaba cerca. Se sentó en una banca, con los auriculares puestos, pero sin música. No quería escuchar nada. Solo estar.
Y entonces, lo absurdo: un perro saltó sobre ella con entusiasmo, como si la conociera de toda la vida. Era grande, peludo, torpe. Llevaba una correa roja y una lengua que parecía no tener fin.
—¡Dunki! —gritó una voz masculina, corriendo detrás.
Nina se quedó quieta, con el perro encima, sin saber si reír o llorar.
Y entonces lo vio.
Alex. Camiseta negra, jeans gastados, una sonrisa que parecía pedir disculpas y prometer aventuras al mismo tiempo.
—Lo siento —dijo, agachándose para controlar al perro—. Es un desastre con patas.
—Está bien —respondió Nina, acariciando a Dunki—. Creo que necesitaba un arrollamiento emocional hoy.
Alex la miró. No con curiosidad. Con reconocimiento. Como si algo en ella le resultara familiar, aunque nunca la hubiera visto.
—¿Mal día?
—Peor que eso —dijo ella—. Día sin sentido.
Él se sentó a su lado, sin pedir permiso. Dunki se acomodó entre los dos, como si supiera que ahí empezaba algo.
—¿Quieres hablar de eso?
—¿Y tú? ¿Siempre te sientas con desconocidas arrolladas por tu perro?
—Solo si parecen necesitarlo —respondió, sonriendo.
Hablaron por horas. De música. De películas. De lo que querían hacer y de lo que no sabían cómo lograr. Él decía que su sueño era tener una veterinaria. Que los animales le daban paz. Que Dunki era su mejor amigo.
Ella dijo que no creía en las disqueras.
Y sin darse cuenta, creyeron el uno en el otro.
Ese día no hubo promesas. No hubo besos. Solo una conexión que se sintió como si el universo, por una vez, hubiera decidido ser amable.
De vuelta al presente, el breve aplauso en el estudio guardó silencio como quien no interrumpe un instante sagrado. Nina se quedó unos minutos más frente al piano, los dedos aún sobre las teclas, como si Dunki y Alex siguieran allí, agazapados entre notas antiguas. Pensó en cómo todo empezó con un perro torpe y una tristeza que no sabía cómo nombrar.
En cómo, a veces, el amor llega cuando no estás buscando nada.
Y en cómo, aunque él ya no estuviera, ese recuerdo seguía siendo suyo.
Nina se inclinó levemente. No por protocolo. Por respeto a lo que acababa de cantar.
La transmisión terminó. Las luces se apagaron. El equipo comenzó a desmontar. Ella respiró hondo. Se puso de pie. Salió del estudio sin decir mucho. Afuera, la ciudad seguía su curso. Autos, luces, ruido. Pero para ella, todo parecía en pausa.
El lanzamiento oficial del álbum sería en unas horas. A medianoche, Cartas que nunca envié estaría disponible en todas las plataformas. Cinco canciones. Cinco confesiones. Cinco formas de decir "te quise" sin decir "te necesito".
En el auto, revisó su teléfono. Nada de él. Como siempre.
Pero en su bandeja de entrada, cientos de mensajes. Fans. Productores. Amigos. Todos queriendo saber más. Todos queriendo entender.
Ella no respondió.
Llegó a casa. Se quitó los zapatos. Se preparó un té. Abrió el cuaderno. Lo hojeó sin buscar nada en particular. Y entonces lo vio: una frase que había escrito meses atrás, justo después de la última vez que lo vio.
"No sé si alguna vez me escuchaste de verdad. Pero esta vez, no hace falta que respondas."
Cerró el cuaderno. Se acercó a la ventana. Afuera, la noche empezaba a caer. El cielo estaba limpio. Como si el mundo, por una vez, le diera espacio.
Y entonces sonó una notificación.
No era él.
Era el anuncio oficial.
Cartas que nunca envié ya estaba disponible.
Nina sonrió. No por alegría. Por alivio.
Porque ahora, lo que no pudo decir, ya no era solo suyo.
Era canción.
Era voz.
Era parte del mundo.
La notificación del álbum aún brillaba en la pantalla cuando llegaron dos mensajes nuevos.
El primero era de Clara, su manager.
"Nina, mañana a las 10 a.m. tenemos reunión con los de Aurora Records. Están interesados en un proyecto contigo, aprovechando el impacto del álbum. Puede ser grande. Te llamo más tarde."
Nina leyó el mensaje dos veces. Aurora Records. Productores importantes. Proyecto grande. Todo lo que había soñado. Todo lo que estaba empezando a suceder.
Sonrió. Pero la sonrisa se quebró antes de llegar a sus ojos.
Porque el segundo mensaje no era digital.
Era físico.
Un sobre blanco, sin remitente, que alguien había deslizado bajo la puerta.
Lo tomó con curiosidad. Lo abrió con cuidado.
Y entonces, el mundo se detuvo.
Era una invitación.
Una boda.
La de Alex.
Nombre completo. Fecha. Lugar. Una tipografía elegante. Un diseño sobrio. Y en la esquina inferior, una nota escrita a mano:
"No sé si debí enviártela. Pero pensé que merecías saberlo. Gracias por todo, Nina.".
El papel temblaba entre sus dedos. El té se enfrió en sus manos. El cuaderno quedó abierto sobre la mesa. La ciudad seguía viva afuera. Pero dentro de ella, algo se rompía en silencio.
El té se enfrió, el cuaderno quedó abierto y ella permaneció inmóvil. No gritó ni lloró; simplemente dejó que el cuerpo entendiera lo que el corazón ya sabía: él se casaba, y ella había dedicado un álbum entero a un nombre que nunca dijo.
Alex se casaba y ella acababa de lanzar un álbum que aún lo nombraba sin decirlo, la ironía perfecta y el momento cruel. Se levantó y caminó por la sala como si no supiera a dónde ir; tocó objetos sin sentido: el marco de una foto, la taza vacía, el cuaderno. Todo parecía ajeno, como si el mundo hubiera cambiado de idioma. Se acercó al piano, lo abrió sin tocarlo, lo miró como si fuera un espejo y entonces, sin pensarlo, se sentó. No para componer, sino para recordar. Recordó aquella tarde cualquiera, años atrás, cuando estaba enferma: fiebre, tos, agotamiento. Alex había llegado sin aviso, con Dunki en brazos y una bolsa de supermercado.
—No sabía qué te gustaba cuando estás enferma —dijo, nervioso—. Así que traje todo lo que encontré que tuviera jengibre.
Ella se rió. Él cocinó. Dunki se quedó a su lado todo el día. Y al final, cuando ella se durmió en el sofá, Alex dejó una nota en el cuaderno.
—No sé cómo cuidarte, pero quiero aprender.
Ese recuerdo la golpeó más que la invitación. No era solo que él se casara, sino que en algún momento quiso quedarse y no lo hizo. Ella nunca dejó de esperarlo: no con palabras ni gestos, sino con canciones. Cada verso era una forma de decir «aún estás aquí», cada melodía, una manera de sostenerlo sin tocarlo. Y ahora él se iba, no por distancia, sino por decisión. Cerró el piano, volvió al sofá, tomó el cuaderno y lo abrió en la última página. Escribió con mano firme, aunque el corazón temblaba:
“No sé si alguna vez me escuchaste de verdad. Pero esta vez, no hace falta que respondas.”
Lo dejó ahí, cerró el cuaderno, apagó el teléfono, se quitó el vestido y se puso una camiseta vieja. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, como cuando era adolescente y escribía canciones sin saber que algún día llenarían estadios. Mañana tenía una reunión importante, pero esa noche debía despedirse: no de él, sino de lo que pudo ser, de lo que nunca fue, de lo que aún dolía pero ya no debía doler. Y eso, aunque partiera el alma, también era parte de crecer. La ciudad seguía viva, el álbum ya estaba en el mundo y ella, por primera vez en mucho tiempo, se permitió llorar. No por él, sino por ella: por todo lo que dio sin pedir nada, por todo lo que sintió sin ser vista, por todo lo que escribió sin ser leída. Cuando las lágrimas cesaron no quedó vacío, quedó silencio. Y en ese silencio, una promesa: seguir cantando aunque nadie sepa a quién.