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Capítulo 8 POV Natalia

Casi todas las malditas noches tenía pesadillas. Las odiaba. Odiaba cómo, incluso dormida, mi mente me encadenaba a ese infierno.

No tenía idea de cómo iba a justificar esto ante los hombres con los que se suponía que debía vincularme. Me sentía rota, incompleta, atrapada en un cuerpo que recordaba demasiado.

Quería llorar, gritar, pero como siempre, en mis sueños estaba atada, boca arriba, piernas abiertas, incapaz de moverme, esperando a que volvieran por mí.

Esperando a que el terror comenzara de nuevo.

Una prisión hecha de recuerdos. Una herida que nunca se cerró.

Pero entonces, algo cambió. Algo imposible.

Mientras lloraba, una voz surgió del vacío. Era dulce, suave, diferente.

No me mandaba. No me hacía daño. Susurraba.

—“Está bien, sol; estás a salvo” —murmuró, con una suavidad hipnótica.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Me relajé, aferrándome a esas palabras como a un salvavidas en medio de la tormenta.

No sabía si era real o parte de mi locura, pero quería creerlo.

Quizá esa voz era mi ángel guardián —el que por fin se acordaba de que yo existía.

O quizá… solo era mi deseo más profundo hablando con la voz de alguien a quien nunca había conocido.

Y entonces lo sentí. No era dolor. Era otra cosa.

Una presencia. Una caricia sin forma. Algo que no tenía derecho a sentir… y, sin embargo, me envolvió igualmente.

Aunque todavía estaba en la misma habitación donde, noche tras noche desde que fui abusada, había quedado atrapada en un bucle sin fin, esta vez la pesadilla se torció en algo inesperado.

Sentí la boca de un hombre que mi alma conocía muy bien.

Me reclamó con autoridad firme, pero con total devoción.

Me tocó como si yo siempre le hubiéramos pertenecido —incluso antes de esta vida.

Me exploró con hambre y ternura, recorriendo cada centímetro de mí con una mezcla perfecta de posesión y adoración.

Mi cuerpo tembló, atrapado entre el recuerdo del miedo y la sorpresa del deseo.

El calor me envolvió: la suavidad de sus labios, la presión de su lengua deslizándose con cuidado, alternando entre una lentitud tortuosa y una urgencia abrumadora, arrastrándome sin pausa hacia el abismo del placer.

¿Cómo podía sentir algo así allí? ¿Cómo podía desear algo en medio del terror?

El sonido de mis propios jadeos llenó el aire. El temblor involuntario de mi cuerpo me delató.

La tensión crecía con cada toque, empujándome hacia el borde —hasta que el control dejó de existir y solo quedó el éxtasis.

Entrega completa a la sensación que me consumía por completo.

Pero no fue solo él.

Otras manos recorrieron mi cuerpo, firmes y seguras, moldeando mi cintura con una mezcla de deseo y reverencia.

Manos distintas, pero igual de devotas.

Un gemido escapó de mis labios cuando esos dedos me apretaron con la presión justa para hacerme estremecer.

Entonces sentí el cambio.

Unos labios cálidos encontraron los míos con urgencia, devorándome en un beso profundo y desesperado lleno de algo más allá del deseo: necesidad.

Yo también la necesitaba.

Aunque fuera una mentira.

Aunque, al despertar, no quedara nada.

Mis piernas temblaron. Mi espalda se arqueó.

El placer se acumuló como una tormenta imparable.

Cuando la ola estalló, me destrozó por completo.

Mi cuerpo convulsionó en una espiral de sensaciones devastadoras, mi piel ardió y mi respiración se quedó atrapada en la garganta mientras el placer me arrastraba al abismo.

Y entonces desperté.

El vacío fue inmediato.

Mi respiración seguía entrecortada, mi cuerpo aún temblando con los últimos rastros del placer.

Parpadeé, desorientada.

Estaba sola en mi habitación.

Mi piel aún estaba cálida, mi pecho subía y bajaba con fuerza.

Mis manos recorrieron mi cuerpo, buscando huellas de lo que acababa de sentir.

La ropa seguía en su sitio.

Todo era igual.

Había sido un sueño.

Solo un sueño.

Y aun así… lo lloré como si hubiera perdido algo real.

Ese sueño, ya desvaneciéndose, me había dado mi primer encuentro con algo que habría aceptado de buena gana.

Algo no robado. No forzado.

Algo que simplemente… ocurrió.

Y ahora, de vuelta a la realidad, no tenía nada.

Solo el contrato. Solo el deber.

Tenía que vincularme con un clan de hombres que apenas conocía para asegurarme de que mi hermana no pasara por lo que yo había sufrido.

Todo por ese maldito contrato de primacía, donde mi virginidad había sido vendida como un artículo de lujo en mi juventud.

Me incorporé en la cama, con el pecho doliéndome por dentro.

Entonces noté la luz intermitente en la contestadora digital.

—“Reproducir mensaje” —ordené, con la voz ronca.

La voz del supervisor del programa de enlace llenó la habitación, fría e impersonal como la grabación de un banco.

—“Natalia, disculpa la hora. Sé que estás dormida, pero necesitaba informarte que, debido a un inconveniente, hemos acordado con tus padres que la ceremonia de vinculación será mañana a las seis de la tarde. Por favor, estate lista. Pasaré por ti a esa hora. La maquillista llegará a las tres y traerá el vestido de novia. Procura no arrugarlo y cuida las joyas que tus futuros compañeros te enviaron.”

El mensaje terminó con un zumbido suave.

Me quedé en silencio.

Ni siquiera me concedieron mi única petición.

Mis padres ni siquiera lo consideraron —mi único deseo: verlos antes de la ceremonia. Al menos sentir que no me entregaba a completos desconocidos.

Ni eso pensaron que merecía.

Respiré hondo, pero el aire se sintió espeso en la garganta.

La consumación iba a ser horrible.

Tenía miedo.

El nudo en mi estómago se apretó.

No importaba cuántas veces intentara calmarme, mi mente volvía a lo mismo: la ceremonia, los hombres, el futuro incierto que me esperaba con ellos.

No había vuelta atrás.

Me pasé la mano por la cara, intentando sacudirme el peso invisible que me aplastaba.

Miré la hora. Aún era temprano, pero ya no tenía sentido intentar dormir.

Me levanté despacio, las piernas todavía temblorosas.

Caminé hasta la ventana y miré hacia afuera.

La ciudad estaba quieta, indiferente a mi dolor.

Miles de luces brillando, y ni una sola dirigida a mí.

Cerré los ojos y apoyé la frente en el frío cristal.

Por mucho que lo deseara… nadie vendria a salvarme.

Y lo peor era saber que, quizá, ya no creía merecer ser salvada.

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