Cuando los vi entrar juntos —Natalia y Sergei— sentí algo encenderse muy dentro de mí. No fue una emoción tranquila ni suave, sino una corriente intensa que me recorrió el pecho y me ancló en el presente. Había llegado antes del trabajo porque algunos de los muebles que ordenamos llegaron antes de lo previsto. Era necesario. Lo que había quedado en ese penthouse después de la noche del ritual era solo un eco de lo que habíamos sido: madera rota, telas hechas trizas, y un rastro de nuestra oscuridad pegada a cada rincón.
Esa noche lo destruimos todo. Como bestias. Como si al romper el exterior estuviéramos rompiendo también nuestras últimas defensas. Y sí, cada astilla valió la pena.
Natalia avanzó hacia mí con una sonrisa leve, esa que siempre me desarma. Se inclinó apenas para besarme, pero no la dejé escapar. La tomé de la cintura y profundicé el beso con la urgencia de alguien que no ha aprendido a amar con moderación. Sentí cómo se rendía a mí, cómo su cuerpo reconocía el mío sin