Me levanté, crucé los pasillos sin detenerme. Nadie se atrevió a interponerse.
La encontré en el último probador, de espaldas, luchando con el cierre de un vestido color esmeralda que parecía hecho para ser usado por una diosa.
Me acerqué sin anunciarme. Mi mano tocó su espalda desnuda.
Se estremeció.
—¿Te ayudo? Este parece perfecto.
Ella apenas asintió, con las mejillas sonrojadas.
Pero en vez de subirle el cierre lo bajé con una lentitud intencional. La tela cayó hasta sus caderas como agua tibia. Mis manos recorrieron su cintura. Mis labios rozaron su cuello mientras atrapaba uno de sus pechos. Natalia se apoyó contra la pared acolchada del probador, jadeando apenas.
—Sergei… —murmuró, la voz quebrada entre pena y deseo.
Su rubor era real. Ese pudor que solo ella tenía, incluso en la entrega más íntima.
No dije nada. Solo la amé. Allí. Con devoción, con fuerza contenida y sin apuro. Sus piernas me rodean con desesperación, aferrándose a mi cintura como si supiera que no le voy a