El silencio pesaba como una lápida. Lo único que rompía su crudeza era el sonido lento, irregular… de la respiración de Natalia. Frágil, casi imperceptible. Pero ahí estaba. Volvía. Nuestra Natalia.
Habíamos mezclado nuestra oscuridad por ella, en cuerpo y alma para arrancarla del abismo. El penthouse ya no existía como tal. Lo que quedaba era un santuario profanado por nuestro dolor: los muros rotos, los espejos astillados, las cortinas hechas jirones, y en medio de la destrucción… nosotros.
Cinco bestias con el alma hecha pedazos, cuerpos aún calientes, desnudos, cubiertos por nuestra oscuridad mezclada con la luz de ella. Y en el centro, como una ofrenda celestial en medio del infierno que nosotros mismos habíamos desatado, yacía Natalia. Su cuerpo dormido, su piel más pálida que nunca, y ese hilo vital que apenas sosteníamos entre todos con nuestras fuerzas combinadas. Su alma había comenzado a irse… pero la habíamos traído de vuelta. A cualquier precio.
Porque perderla no era una