El lazo que nos unía era invisible, una conexión de deseo y posesividad que nos había llevado a reclamarla como nuestra. Su cuerpo temblaba entre nuestras manos, cediendo y arqueándose bajo el placer que la consumía. Cada jadeo, cada gemido, era una plegaria hecha carne, un ruego silencioso para que la lleváramos más allá de los límites de su propio deseo. Nuestro sol era una diosa, una criatura forjada en fuego y placer, y nosotros, sus devotos, adorábamos cada centímetro de su ser.
—Es perfecto hacerte el amor así —susurró Pavel contra su piel, mientras la sostenía entre sus brazos, sus manos recorrían la curvatura de sus caderas. Su boca reclamaba la piel de su cuello, dejando marcas de su pasión mientras sus dedos se hundían en su carne.
—Pareciera que cada parte de ti está hecha para darnos placer — le dijo Roman con intensidad, su mirada fija en el sensual cuerpo de Natalia.
—Te sientes tan jodidamente húmeda — le asegure saboreando cada palabra—. Una criatura hecha para ser ado