La noche había envuelto el departamento de Aura en un silencio denso y familiar. Se había disipado el torbellino de emociones de la tarde: el regreso a casa, la alegría desbordante y casi febril de Lía y la meticulosa logística del regreso. Ahora, la casa solo albergaba una profunda y acogedora quietud, una que se sentía como una promesa.
Aura estaba sentada en el borde de su amplia cama, el colchón de plumas cediendo suavemente bajo su peso. La pesada bota ortopédica, su compañera obligada, descansaba sobre la alfombra de lana a sus pies. Había logrado cambiarse por un pijama de algodón suave, un tejido que era una caricia bienvenida contra la piel cansada. Las luces de la mesita de noche proyectaban un resplandor ámbar, un halo cálido que, sin embargo, no lograba disipar por completo la sutil y persistente melancolía que la embargaba desde el fondo del alma.
Había sido una tarde agotadora, llena de transiciones. León se había despedido hacía poco más de una hora, con una promesa de