Capítulo 28. Los Testigos

Valeria

El muelle todavía me arde en la piel. El olor a pólvora, a sangre y a sal se me incrustó en la garganta como humo que no se va. Dante me miró a los ojos en medio de aquel cementerio y me dejó vivir. No porque me crea inocente, sino porque sabe que un testigo vivo duele más que un cadáver olvidado.

Enzo me escoltó hasta el auto como si yo fuera prisionera. Ni una palabra, solo su respiración contenida y el eco de mis tacones sobre la madera húmeda. Detrás quedaba el rugido de los disparos, los cuerpos cayendo, la sangre corriendo por las rendijas hacia el mar. No aparté la mirada. No podía. Esas imágenes me perseguirán incluso con los ojos cerrados.

Me usaron. Me pusieron en medio de la trampa como si fuera su arquitecta, su chivo expiatorio. Y en ese instante entendí: para Salvatore yo nunca fui sobrina, ni sangre, ni aliada. Fui un escudo. Una carnada.

Lo encaro esa misma noche. No espero al amanecer, no espero a que su resaca o su ira se aplaquen. Quiero respuestas.

Salvator
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