Capítulo 20. Movimiento en falso
Amanezco en la habitación de huéspedes de la casa de Dante con la garganta reseca y la cabeza clara. No es claridad feliz; es esa que llega después de un incendio.
Me visto con un traje gris que grita control, aunque por dentro lleve el corazón a latigazos. Cuando abro la puerta, el pasillo huele a café recién hecho y a madera. Camino hacia la salida sin buscarlo. No quiero verlo, no quiero agradecerle, no quiero deberle nada más de lo que ya debo.
En la escalera aparece, arremangado, el vendaje asomando bajo la camisa. No se acerca. Me mira como si midiera el viento.
—Buen día —dice, en voz baja.
—Necesito ir a la oficina. Tengo pendientes.
Asiente. Chasquea los dedos y un chofer surge de la sombra. Me abre la puerta del coche. Antes de subir, Dante agrega:
—Dos autos detrás y uno delante. Hoy no puedes ir sola.
—No soy tu prisionera.
—Eres el objetivo de otros —responde—. Y eso te vuelve mi responsabilidad.
No discuto. No voy a darle el gusto de verme temblar. Subo, cierro la puerta