Capítulo 100. La noche del fuego
Alessia
La ciudad parece un animal dormido cuando salimos del último foco. El vidrio del coche recoge trozos de neón como escamas, y cada semáforo en ámbar nos concede una tregua. No hablamos. Él conduce con esa serenidad tensa de quien ya no espera emboscadas, pero no olvida el mapa.
Yo sostengo su mano sobre la palanca como si fuera un amuleto tibio. La alianza toca la mía y hace un sonido pequeño, metálico, que me confirma lo esencial: estamos aquí, estamos vivos, estamos juntos.
En la casa segura no encendemos todas las luces. Basta la penumbra azul que entra por la ventana del pasillo, el reflejo de la calle en el piso encerado, el rumor del frigorífico como una respiración lenta. Cierra con dos vueltas. Deja las llaves sobre la mesa; el golpe es un punto final. Yo dejo el velo en el respaldo de una silla: cae como una cascada blanca y de pronto parece una bandera de tregua.
Nos quedamos quietos. Los ojos se acostumbran a la sombra y a la idea. La noche, por fin, no nos persigue.