Llegué a casa con el corazón acelerado, agitada por el viaje pero invadida por una alegría incontenible. No podía apartar de mi mente la imagen de aquel hombre: sus ojos profundos, su voz envolvente, ese aroma tan exquisito que parecía perfumar el aire a su alrededor, y sus labios… esos labios rosados que evocaban tentaciones prohibidas.
El cochero detuvo el carruaje justo frente a la casa. Bajé las telas como pude, luchando contra el peso, y entré apresurada.
Genoveva me recibió con una expresión de absoluto espanto.
—¡Mariella, cariño, dame eso! —exclamó con autoridad, arrebatándome los rollos de tela de las manos sin darme tiempo a protestar—. ¿Cómo se te ocurre cargarlas tú? —continuó, con una mezcla de queja y reproche en su tono—. Antes de irse le pedí al señor Cornelio que te ayudará. ¡Qué hombre tan desconsiderado!
La carcajada que escapó de mis labios fue tan desmesurada que la hizo retroceder, asustada. Aquello me causó aún más risa y no pude contener otra explosión de hilaridad.
—No pasa nada, Nana —dije finalmente, secándome una lágrima traviesa mientras volvía a tomar las telas con decisión—. Yo puedo manejarlo.
Le dediqué una sonrisa que la dejó desconcertada. Todo a mi alrededor parecía hilarante, como si un velo de felicidad incontenible hubiera teñido el mundo entero.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con evidente preocupación—. ¿Te sientes bien? ¿Por qué estás tan feliz de repente?
Estuve a punto de confesarle lo que bullía en mi mente, el recuerdo de aquel joven que había encendido algo en mi interior. Pero las palabras se detuvieron en mi garganta al ver a Olivia desaparecer tras la puerta del despacho de nuestro padre.
—Lo siento. Hablamos luego, ¿sí? —murmuré con urgencia.
Solté las telas sobre un mueble cercano y salí casi corriendo hacia el jardín trasero. Mi único deseo era perderme de nuevo entre los árboles del bosque, dejar que sus sombras me envolvieran. Pero entonces, al llegar a la puerta, la voz firme de mi padre me detuvo.
—¿A dónde crees que vas? —preguntó con una ceja levantada, escrutando.
—A ninguna parte —respondí con la calma de una mentira bien ensayada.
Quizás lo sabía, quizás no tenía la menor idea. Pero, al parecer, no le importaba lo suficiente como para indagar más.
—Bien —aceptó con una voz grave y firme—. Entonces, ven conmigo a mi despacho. Necesitamos hablar.
Un torrente de pensamientos turbulentos cruzó mi mente, y el pánico se apoderó de mí. ¿Acaso ya sabía lo que había pasado en el baño? Mi pecho se tensó.
De camino al despacho, noté al cochero entrar. Sus ojos se cruzaron con los míos, y por un instante me sentí descubierta.
¿Sería esto por mi interacción con el chico de la tienda?
No era el momento para preguntarme razones. Reprimí mis dudas, respiré hondo y seguí a mi padre con pasos vacilantes. Cuando abrió la puerta, me quedé paralizada: Olivia estaba allí, con el rostro cubierto de lágrimas, encogida como un animal herido. Padre, ignorando por completo su desconsuelo, señaló con gesto imperativo que me sentara a su lado.
—Dime, Mariella —dijo finalmente, con un tono helado que me atravesó como un cuchillo—. ¿Crees que tu hermana debería estudiar Arte?
Mis ojos buscaron a Olivia, quien me devolvió una mirada llena de incredulidad. Sentía cómo su sorpresa resonaba con la mía. Mi garganta se secó, incapaz de formular palabra alguna.
¿Qué estaba tramando ahora?
—Porque ella insiste que sí —sus ojos se clavaron en ella con desdén—. Ha tenido la osadía de interrumpir mi trabajo con sus gritos, proclamando su irrelevante opinión. Yo...
—Claro, lamento interrumpir, pero… ¿esto qué tiene que ver conmigo? —intervine, atreviéndome apenas.
Su suspiro fue una mezcla de agotamiento y desprecio. Nos miraba como si no fuéramos más que dos piedras en su zapato, esas que molestan pero no merecen el esfuerzo de ser apartadas.
—Te pido que controles a tu hermana.
—No puedes pedirme algo así, tú…
Entonces, su amarga risa me cortó de lleno, cargada de sarcasmo y una autoridad incuestionable. Mi intento de protesta se desvaneció en el aire.
Su expresión se endureció al instante, como si cada palabra que iba a pronunciar fuera un golpe calculado.
—¿Dije "te pido"? —espetó con un tono cortante—. Disculpa, me equivoqué. Soy tu padre, y no tengo por qué estar pidiendo. ¡Es una orden!
Abrí la boca, pero las palabras se ahogaron en mi garganta cuando él se levantó de golpe, su sombra cayendo sobre mí como una amenaza tangible.
—¡No voy a soportar más berrinches ni caprichos! —rugió, su voz resonando como un trueno—. ¡Y se los advierto, una más y se largan las dos!
Olivia murmuró algo, un sonido apenas audible que ninguno entendió. Él giró hacia mí, sus ojos ardiendo de furia, y hablo:
—Cumple tu deber como hermana mayor. ¡Dale un buen ejemplo y déjense de estupideces!
La ira en su mirada era un recordatorio brutal: si no obedecía, lo que me esperaba sería peor que cualquier cosa anterior.
Ya no quiero que me torture de esta manera.
—Bien —sentenció, su voz goteando desprecio. Creí que había terminado, pero entonces volvió a atacar—: Entonces, dime, querida Mariella, ¿crees que tu hermana debería estudiar Arte?
"Querida Mariella"... esas palabras me golpearon como un insulto disfrazado. El repudio en su voz era inconfundible, cada sílaba cargada de desprecio. Lo dijo con todo, menos con cariño.
Pensé con cuidado. No sabía si era una trampa, pero debía mantenerlo contento. Todo debía estar bien entre él y yo, o al menos lo suficientemente tranquilo para que no descargara su odio conmigo.
Olivia estaba devastada, y su rostro se desmoronó aún más cuando le susurré:
—Perdón.
Su cara palideció, y las lágrimas volvieron a brotar, incontrolables.
Lo enfrenté, mi voz temblando pero firme:
—Pienso que una niña con la condición de Olivia no debería estar sola. El único lugar donde podría estudiar Arte sería fuera de casa, y creo que es una mala idea... al menos por ahora
ㅡ¿Qué estás diciendo? ¡¿Por qué demonios estás de su lado?!
Se levantó de la silla de un salto, con una furia que parecía a punto de estallar.
ㅡ¿Qué pasa, Olivia? Solo dije la verdad; eres demasiado pequeña para entenderlo.
Me señaló con el dedo, su mirada cargada de desprecio, y luego cerró el puño con una rabia contenida que parecía a punto de desbordarse. No pensé que lo haría, pero me sorprendió con una bofetada que resonó en la habitación.
ㅡEres una maldita traidora.
Se marchó, dejándome inmóvil, con la mano en el rostro y el corazón latiendo con fuerza.
ㅡHas hecho bien, hija.
Ser felicitada por él en ese momento me revolvió el estómago. Al girarme y ver esa sonrisa cruel y retorcida en su rostro, entendí que él era un ser que se alimentaba de la discordia.
Mi semblante permaneció serio; estaba furiosa. Pero él seguía relajado, como si nada importara.
ㅡComo dijiste, Olivia es muy joven ㅡrepitió mi propia mentira con una calma irritanteㅡ. Algún día entenderá ㅡañadió, como si eso pudiera tranquilizarme.
Aunque no quisiera admitirlo, en el fondo, yo amaba a mi padre, aunque a veces fuera el hombre más despreciable que conocía.
ㅡPuedes irte.
Pero antes de que pudiera escapar de ese cuarto asfixiante, su voz me detuvo de nuevo:
ㅡ¡Mariella! ㅡgritó con fuerza.
No había necesidad de alzar tanto la voz, ya que estaba cerca, pero parecía disfrutar imponiéndose a los demás con su tono autoritario.
Lo miré, con el ceño fruncido.
ㅡEsta noche quiero que te esfuerces en arreglarte. Habrá una fiesta en el salón de música, y te quiero tan asquerosamente espléndida como puedas estar.
Asentí con un leve movimiento de cabeza.
—Claro, padre.
Subí a mi habitación, sintiendo el peso de mis palabras clavarse en mi pecho. Me senté en la cama, perdida en mis pensamientos. Olivia... La había herido profundamente con lo que dije. Ahora, al reflexionar, me daba cuenta de que debí haberla apoyado. Pero ya era tarde para arrepentimientos.
¿O tal vez no? Esa esperanza me mantenía a flote.
Con manos temblorosas, saqué una hoja, una pluma y el frasco de tinta de la pequeña mesa junto a la ventana. Escribí con el corazón en cada trazo:
*"Chère sœur: La marée se calme toujours, vous aurez ce que vous voulez."*
*"Querida hermana: La marea siempre se calma, tendrás lo que quieres."*
Mamá, con su dulce acento francés, nos había enseñado a hablar su lengua antes de partir de este mundo. Era nuestro secreto, un lazo que mi padre nunca conoció. Olivia y yo lo usábamos para comunicarnos en un idioma que solo nosotras entendíamos. Deseé con todas mis fuerzas que estas palabras fueran suficientes para que me perdonara.
A hurtadillas, salí de mi alcoba y deslicé la nota bajo su puerta. Antes de alejarme, escuché sus sollozos. Mi corazón se encogió al oír cómo tomaba la hoja. Me quedé inmóvil, esperando, rogando por una respuesta. Pero el silencio fue mi única compañía.
—¡Señorita Mariella, ya debería estar lista!
Genoveva irrumpió en mi cuarto con su habitual brusquedad, empujándome hacia adentro. En un abrir y cerrar de ojos, dejó mi ropa lista y salió tan rápido como había llegado.
Me dejé caer en la cama, cerrando los ojos con un suspiro. Pero entonces, como un relámpago, su imagen volvió a mi mente.
*"Se ve que llevas días malos, aunque espero equivocarme."*
Su voz resonaba en mi memoria, grave y envolvente. Su aroma... ese aroma que me había dejado embelesada. Mi cuerpo anhelaba revivir esa sensación, ese instante mágico que me había arrebatado el aliento.
Intenté resistirme. Luché contra el deseo que me consumía. Pero justo cuando estaba a punto de sucumbir, el sonido de cascos y una voz desconocida rompieron el hechizo.
Movida por la curiosidad, me acerqué a la ventana con cautela. Desde el carruaje estacionado en la entrada, vi descender al hombre robusto que se había llevado el piano de mamá. Mi sangre hirvió al verlo. Pero lo que ocurrió después me dejó sin aliento. Detrás de él, apareció aquel que había invadido mis pensamientos.
No podía creerlo. Parpadeé, convencida de que mi mente me jugaba una mala pasada. Pero ahí estaba él, tan real como el latido frenético de mi corazón. El deseo que había intentado reprimir se desbordó, inundando cada rincón de mi ser. Mi alma parecía querer escapar de mi pecho para correr hacia él.
Y entonces, como si el destino jugara con nosotros, sus ojos se encontraron con los míos. Sonrió, y ese gesto, acompañado de un mordisco en su labio, me desarmó por completo. Avergonzada, me aparté de la ventana, sintiendo el calor subir a mis mejillas.
Me arreglé con prisa, peinando mi cabello y rociándome con perfume. Pero justo cuando estaba a punto de salir, noté una hoja en el suelo, frente a mi puerta. La recogí, la desdoblé y leí:
*"La marée ne se calme jamais, elle attend juste le moment de remonter."*
*"La marea nunca se calma, solo espera el momento para volver a salir."*
El mensaje me atravesó como una daga. Con rabia, arrugué el papel y lo rompí en pedazos. No me importaba.
Bajé las escaleras a toda prisa, ignorando el crujido bajo mis pies. Quería verlo, hablar con él, sentir su presencia una vez más. Quizá, solo quizá, él estaría dispuesto a...
Pero mi camino al salón fue interrumpido por un joven burgués. Era el mismo que había visto en el despacho de mi padre días atrás. Se cruzó en mi ruta, obligándome a detenerme.
—Señorita Mariella —saludó con una leve inclinación, antes de presentarse—. Es un placer volver a verla.
Asentí rápidamente, deseando que se apartara para poder continuar. Mi corazón latía con fuerza, ansioso por lo que estaba por venir.
ㅡLa estaba buscando ㅡme confesó, con un tono que parecía cargar el peso de mil historias.
Sin interés alguno, respondí con frialdad:
ㅡDisculpe, ahora no tengo tiempo de hablar.
Me alejé casi corriendo, sintiendo cómo la tensión se aferraba a mis pasos. Entré al salón, un espacio vasto que, sin embargo, parecía sofocante por la multitud de rostros desconocidos que habían aparecido como sombras. Mis ojos recorrieron el lugar con urgencia, buscando entre la maraña de gente. Vi al señor robusto en una esquina, enfrascado en conversación con papá, pero por más que me esforzara, no lograba encontrarlo.
Hasta que lo vi. En un rincón, apartado del bullicio, sus ojos me atraparon como un imán. Esa chispa pícara que tanto me había cautivado brillaba en su mirada, desafiandome, retándome a acercarme.
Camine hacia él , cada paso cargado de expectativa, pero antes de que pudiera siquiera pronunciar su nombre, sentí la mano firme de mi padre en mi brazo, arrastrándome en dirección opuesta.
ㅡ¿Pero qué haces? ㅡmurmuró, con un tono que rozaba la impacienciaㅡ. Debes venir conmigo.
Cuando llegamos al lugar que él había elegido, se detuvo abruptamente.
ㅡTe presento al joven William.
Lo miré, y mi corazón se hundió. Era el mismo joven burgués que había cruzado en el pasillo, su sonrisa impecable y su aire de superioridad intactos.
ㅡMe comentó que desea mucho bailar contigo, así que, por favor, complace a mi invitado.
Quise protestar, decirle que no quería, que me dejara disfrutar de la velada en paz. Pero recordé que debía mantenerlo tranquilo, así que acepté con una sonrisa forzada y ofrecí mi mano al radiante señor William.
Él me condujo al centro del salón, y comenzamos a movernos al ritmo de la música. Sus palabras llegaban a mis oídos como un murmullo distante, porque mi atención estaba fija en los labios de aquel chico, el que nos observaba desde lejos con el ceño fruncido. No me miraba a mí, sino a mi acompañante. Sus ojos, incluso en su aparente molestia, seguían siendo irresistiblemente hermosos.
Quizá le molestó que estuviera con este hombre. Cómo desearía poder decirle que no era por elección, que si tuviera la libertad, habría corrido directo a sus brazos. Pero esta realidad cruel me arrastraba a donde no quería estar.
ㅡ¿Entonces, podemos empezar así?
Por primera vez en la noche, reuní el valor de mirarlo directamente a los ojos.
ㅡ¿Qué? Lo siento, no escuché lo que dijiste.
Él aflojó su agarre y dio un paso atrás, rompiendo completamente nuestro ritmo de baile. Una sombra de frustración cruzó su rostro.
ㅡLlevo dos piezas completas hablando contigo y ni siquiera has hecho el mínimo esfuerzo por prestarme atención ㅡreclamó, aunque trató, sin mucho éxito, de suavizar su tono.ㅡ Necesito saber si podemos empezar con los preparativos para la boda.
ㅡ¿Boda? ㅡMi incredulidad fue casi palpable, como si hubiera escuchado mal.
ㅡSí. Quiero adelantar la fecha. No hace falta algo extravagante, los preparativos pueden terminar en unos días. Cuanto antes, mejor.
Mi cuerpo se congeló. ¿Acaso esto era una pesadilla?
ㅡ¿Quién habló de matrimonio?
Su expresión fue un suspiro visible de desconcierto, como si estuviera tratando con alguien imposible.
ㅡTu padre y yo lo discutimos. Creí que ya lo sabías. Es hora de que te cases y, créeme, no encontrarás mejor candidato que yo.
Así que eso era... Por eso mi padre había estado tan insistente. Sentí una ola de rabia ardiendo en mi pecho, lista para estallar.
Pero negué con la cabeza y me di la vuelta, alejándome sin mirar atrás. No podía permitirme explotar aquí, en medio de este evento. El castigo sería implacable, un precio demasiado alto. William se quedó inmóvil, solo en medio del salón, reducido a nada más que una figura en el bullicio.
—¿A dónde crees que vas? —su voz baja, pero cargada de veneno, me detuvo en seco.
Creí que sería el hombre al que dejé atrás, pero no. Era mi padre. Su tono, ese maldito tono, me taladraba los oídos, como si yo fuera una niña ingenua, incapaz de comprender algo que, según él, era de vital importancia. Pero no lo era. No para mí.
Me giré, y su rostro, deformado por la ira, me encendió aún más. La rabia me quemaba por dentro, y él lo sabía. No pude contenerme. Volví sobre mis pasos, lista para enfrentarle.
—¿Por qué no me habías dicho nada? —mi voz salió como un rugido, una exigencia más que una pregunta—. ¿Quién te dio el derecho de decidir que yo quiero casarme?
Él casi se rió. Esa risa... Esa maldita risa.
—Lamento informarte que no es una decisión que te corresponda tomar. Quieras o no, te casarás si yo lo digo.
Pensé en mi madre. En su vida, marcada por la infelicidad. Ella no querría esto para mí. Lo sabía. Lo sentía.
—Mi madre... —intenté hablar, pero él me interrumpió con un desprecio que me heló la sangre.
—Tu madre, tu madre —repitió, como si el solo mencionar su nombre le irritara—. ¿Tanto la amas? Entonces deberías ser igual de sumisa que ella y obedecer sin rechistar.
Un dolor agudo me atravesó el pecho. ¿Cómo podía atreverse? Las lágrimas brotaron sin permiso, pero con ellas se fue mi cobardía.
—No —mi voz fue firme, aunque por dentro temblaba de miedo—. He soportado tus humillaciones, he dejado que controles un destino que debería ser mío. Pero esta vez no. Ya no más.
Creí, ingenuamente, que por estar en público se contendría. Que su ira se quedaría atrapada tras una máscara de falsa compostura. Pero no. Su rostro se transformó, y la furia que vi en sus ojos me paralizó. Me agarró del brazo con una fuerza brutal y me arrastró de vuelta al salón. El miedo me invadió, y las palabras se ahogaron en mi garganta.
Al entrar, me empujó con tal violencia que caí al suelo. El impacto resonó en mi cuerpo, pero lo que más dolió fue la certeza de que, para él, yo no era más que una pieza en su juego.
ㅡ¿Qué estás haciendo, papá?ㅡ susurré, con la voz entrecortada, pero él no prestó atención.
ㅡ¡Aquí está mi hija mayor, Mariella Collins!ㅡ proclamó, llamando la atención de los presentesㅡ. ¿Quién quiere casarse con ella? El mejor postor puede llevársela.
La incredulidad me paralizó.
ㅡ¡Levántate ahora!ㅡ rugió mientras sujetaba mi cabeza con fuerza, obligándome a alzar la miradaㅡ. Es tan hermosa como inútil.
Mi vergüenza era tal que ni siquiera me atreví a mirar al chico delante de mí.
ㅡTiene algunas habilidades mínimas; sabe un poco de costura. Podría servir. Aunque es testaruda, ingrata y llorona como su madre, unos cuantos golpes bastan para hacerla más dócil.
Las miradas a mi alrededor oscilaban entre el horror y el desprecio. Algunos se rieron y me señalaron, y en ese instante entendí el murmullo constante de mi hermana: *La marea nunca se calma...*
El salón se llenó de susurros. Yo, incapaz de alzar la cabeza, sentía cómo mi pecho se hundía bajo una presión insoportable. Mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas, nublando la única visión que tenía: el suelo.
Intentaba tranquilizarme, pero la sensación de suciedad y humillación invadía cada rincón de mi ser. El hombre que debería protegerme, aquel que se hacía llamar mi padre, era ahora el rostro de mi dolor.
No quería que nadie me mirara. Deseaba desaparecer, borrar mi existencia. Soñaba con ser invisible, con llorar sin ser interrumpida, con sentir el abrazo cálido de mi madre, esa protección
que parecía un recuerdo lejano. La soledad era absoluta, como la de una niña perdida en el bosque, vulnerable ante los depredadores... y mi padre era el peor de ellos.
Caí de rodillas y permanecí ahí, mientras la música retomaba su curso, indiferente a mi sufrimiento.